viernes, 9 de septiembre de 2011

LE - Rubem Fonseca

Llamé a mi capataz Zé do Carmo y le dije que iba a Corumbá a recoger en avión a aquella doctora chiflada protectora de los animales, y que a lo mejor ella haría muchas preguntas sobre cómo tratábamos a los animales en la hacienda, que él y los peones podían hablar de lo que se les diera la gana, menos mencionar el LE, el que abriera el pico sobre el LE, estaba fregado conmigo.
Esté usted tranquilo, don Guilherme, sus órdenes las cumplimos al pie de la letra. Y sí las cumplían, no había mejor patrón que yo en todo el Pantanal. ¿Y los armadillos?, pregunto Zé do Carmo, ¿se va a molestar por los armadillos?
Creo que no, le deben gustar más los caballos que los armadillos.
Había ordenado que me consiguieran un montonal de libros, que pondría en lugar de los libros sobre bueyes y caballos, en los libreros de la recámara donde la doctora se iba a quedar, y CDS y videos para el equipo electrónico que podía encenderse desde la mesita de noche. La música y los videos no me causaron problemas, le pedí a Bulhôes que comprara óperas y sinfonías, conozco lo que les gusta a estas engreídas, y también clásicos del cine. El problema fueron los libros. ¿Qué libros?, preguntó Bulhôes. No sé, contesté. ¿Qué tipo de mujer es? Sólo puede ser una ruca virgen de lentes, contesté. Voy a comprar libros como los que lee mi madre, dijo Bulhôes. Tu madre no es virgen ni ruca, le dije. Se molestó, qué pasó, hombre, más respeto con mi madre.
Antes de tomar el avión, hablé por radio con mi vecino y amigo Janjâo de Oliveira, su casa está a cien kilómetros de la mía, pero es la más cercana, por eso le digo vecino.
Janjâo, dije, estoy saliendo al aeropuerto de Corumbá para recoger a la mentada doctora Suzana, la vieja esa de la ONG que defiende los derechos de los animales, ya te conté de ella, ¿te acuerdas? Esa idiota que hizo aquella cruzada para acabar con los rodeos en Brasil, carajo, ni en los Estados Unidos lograron acabar con el rodeo y esta grandísima estúpida quiere acabar con el rodeo en Barretos. No sé cuántos días se va a quedar en la hacienda, el ministro me pidió que la recibiera, no sé lo que quiere aquí, pero mi preocupación es con el LE. Si tú o alguno de tus hombres se asoman por aquí, no está de más cuidarse. Ya di instrucciones a mi equipo sobre eso, por favor haz lo mismo.
Ya dije que esperaba a una mujer fea, de lentes, una de esas viejas frustradas que no encuentran hombre y se involucran en una cruzada. La doctora Suzana sí usaba lentes, mas era una treintona atractiva, con la boca un poco grande, los dientes bonitos, la sonrisa simpática y la voz un poco ronca, pero ya he visto mujeres así que no valen nada y no caí con esta. Traía solamente una maleta, no muy grande, que tomé, tenía que hacerme el muy educado.
¿Nos vamos?, le dije cuando salimos de la zona comercial del aeropuerto y llegamos al lado de mi Lear Jet.
¿Y el piloto?, preguntó.
Yo soy el piloto, contesté, pero no se preocupe, manejé mi primer avión cuando tenía quince años.
No me preocupo. Pero, ¿no es ilegal eso de pilotar un avión a los quince años?
Le gustaba hacer preguntas, eso ya me lo esperaba. Aquí no, respondí.
Ella insistió, ¿por qué no? ¿Porque estamos en Brasil? Fingí que no la había escuchado.
Durante el viaje tuve ganas de hacer algunos loopings y dejarla aterrada, pero hace mucho tiempo que aprendí que uno no puede hacer todo lo que le gusta.
El ministro me pidió que la recibiera, sin decirme el motivo de su visita. Agregué, haciéndome el tonto: ¿quiere conocer el Pantanal?
Titubeó. Sí, pero no sólo eso, respondió.
Pasamos el resto del viaje en silencio.
Cuando llegamos, la llevé a la suite que le había reservado, la mejor de la hacienda. Le expliqué a la doctora Suzana cómo funcionaban la videocasetera y el equipo de sonido. Los libros estaban tan nuevos que parecían querer brincar del librero, caray, debí de haber mandado comprar esas mierdas en una tienda de libros usados.
No tenemos teléfono, pero sí un transmisor de radio que permite nuestro contacto con cualquier lugar de Brasil. Usted sólo tiene que decir con quién quiere comunicarse.
Mientras yo hablaba, ella examinaba los libros en sus estantes, y me pareció que una leve sonrisa movía sus labios.
Muchas gracias, dijo, veo que trabajó mucho...
Para nada, tengo buenos arrieros...
Dejé a la doctora en la recamara y fui a la terraza a revisar el programa que le había hecho. Paseos a caballo, para que los micuins* acabaran con ella. Ir de pesca en la parte más infestada del río, para que los moscos le dieran el tiro de gracia. Estaba inmerso en estos pensamientos belicosos cuando Suzana apareció en la terraza y se sentó a mi lado. Pero nos quedamos callados, yo no sabía qué decirle y ella tampoco parecía saber qué decirme. Noté que me observaba y me sentí incómodo.
Un avión dio la vuelta sobre la pista de aterrizaje. Reconocí el avión de Janjâo. Era un maldito curioso, seguramente quería saber cómo era la doctora. Zé do Carmo, que también había visto el avión, apareció frente a la terraza, al volante de un jeep. Voy a recoger a don Janjâo, gritó. Le hice un gesto asintiendo.
¿Tienen pista de aterrizaje en la hacienda?, preguntó la doctora.
Está a unos cinco kilómetros de aquí, expliqué. Aquel avión es de Janjâo.
¿Aquí todo el mundo tiene avión?
Los que pueden, sí. Las distancias son muy grandes. Janjâo era el mejor amigo de
mi padre. Mi padre murió hace unos cinco años. Después de que murió, ya no salí de aquí. Viajaba todos los años a Australia, Francia, Inglaterra...
¿Y su madre?
Murió en el parto, no la conocí, sólo en fotos...
Lo siento...
Quien nunca tuvo madre, no siente su falta.
A veces quien tiene tampoco la siente, dijo la doctora, pero no entendí bien lo que queriá decir con eso.
En ese momento vi que Janjâo y Rafael salían del coche.
¡Puta madre, Rafael! Si Janjâo viniera acompañado del chamuco no sería peor. Corrí a encontrarlos.
Rafael, te me das la media vuelta y te vas directo a casa de Zé do Carmo y me esperas allá, murmuré entre dientes, irritado. Después, asegurándome sin mirar que Rafael seguía la orden que le había dado, tomé a Janjâo del brazo y lo llevé con la doctora. Éste es el gran Janjâo, le dije con falso buen humor, en realidad estaba encabronado con él.
Janjâo, que a su llegada se había quedado un poco confundido con mi reacción, dijo, mucho gusto, doctora Suzana, es un placer conocerla, ¿cómo la esta tratando Guilherme?
Suzana apenas sonrió. Nos sentamos a su lado.
Supe que usted fue el mejor amigo del padre del señor Guilherme.
Cargué a este niño en mis brazos, para mí es como si fuera un hijo, tuvo la fortuna de nacer y crecer aquí en el Pantanal. Y Janjâo se soltó hablando del Pantanal, la mayor llanura inundable del planeta, doscientos cuarenta mil kilómetros cuadrados, aquí era un mar, decía, que empezó a secarse hace sesenta y cinco millones de años, el hogar de la más rica colección de pájaros, mamíferos y resptiles del mundo, y me disculpé diciendo que tenía que arreglar unas cosas y corrí a casa de Zé do Carmo.
Rafael estaba allí, sentado en la sala, tomándose un café con Zé do Carmo.
Puta madre, Rafael, ¿quién te dijo que vinieras?
Rafael, que ya estaba nervioso, se puso más nervioso todavía.
Don Janjâo, dijo, él me dijo que viniera con él, ¿qué iba a hacer?, ¿decir no voy? Tomé el avión y vine con él, discúlpeme, pero si hay alguna bronca, yo no tengo la culpa.
Ni sales de aquí, de casa de Zé do Carmo, hasta que te diga,¿oíste?
Sí, señor.
Zé do Carmo va a ir por tu ropa allá a la recámara de la casa grande donde sueles quedarte y te la trae. Rafael no sale de aquí hasta que yo lo ordene. Aquí vas a comer, dormir y todo lo demás.
Sí, patrón, dijo Zé do Carmo.
De aquí no salgo, señor, dijo Rafael.
Cuando regresé a la terraza, Janjâo hablaba de papagayos, tucanes, periquitos, jabirúes, capibaras, osos hormigueros, cuatíes, ocelotes, panteras negras, jaguares, ariranhas, perezosos, macacos, ciervos, tapires, jutías, saínos, caimanes, peces sin escamas, dorados... Como dijo Janjâo, nací y crecí aquí, y estaba cansado de oír todo eso. De nuevo me disculpé y me fui a bañar.

Cenamos los tres, la doctora, Janjâo y yo. Ella era realmente problemática, no comía carne y la cena era básicamente de carne, carne de armadillo, carne de vaca, pollo, carajo, éramos hacendados del Pantanal, ¿que íbamos a comer?
¿Ni siquiera carne de armadillo come usted?, preguntó Janjâo. El armadillo no esta en extinción... Me procupo por ellos, me fascina su caparazón de placas óseas, ¿sabía que algunos se enroscan y se vuelven una bola? Es un mamífero, lo reconozco, pero no todos los mamíferos tienen carne roja, la ballena, por ejemplo, usted come carne de ballena, ¿no?
No, contestó la doctora muy seria. Y la carne de estos seres de sangre caliente no es igual a la de la ballena. Probablemente es un animal más que la furia depredadora de los hombres está extinguiendo.
El silencio y la falta de apetito se apoderaron de la mesa. Janjâo se sentía ofendido, a fin de cuentas había fundado varias asociaciones ecológicas en la región, que buscaban impedir la pesca y la cacería depredadora. Y como todos los hacendados del Pantanal, se enorgullecía de tener una relación armoniosa con la naturaleza.
¿Usted es doctora en qué?, preguntó Janjao.
En medicina, dijo la doctora, pero ejercí la profesión por poco tiempo. Soy muy nerviosa para ser médico.
Estaba nerviosa. Los armadillos son parientes de los perezosos y de los osos hormigueros, ¿no se les hace chistoso?, dije, intentando aligerar el ambiente, ¿usted ya vio un perezoso? no, ella nunca había visto un perezoso y no tenía mucho interés en conocerlos.
Por lo tanto, la cena fue un fracaso. Janjao no estaba muy acostumbrado a lidiar con mujeres de ese tipo, y en verdad yo tampoco. La doctora tampoco tomaba postre y la ambrosía, los budines, los quindins, los pays, los dulces de naranja y de guayaba que habían hecho especialmente para ella regresaron a la cocina intactos.
Estoy cansada, con su permiso creo que me voy a dormir, dijo, levantandose de la mesa. Nosotros también nos levantamos, como dos caballeros.
Ya ves, Janjao, dije cuando estábamos a solas tomando un whisky, esta mujer es una ladilla, sólo está aquí porque el ministro me lo pidió, ¿ya te imaginaste si sabe lo del LE?
Ni pensar en lo que esta arpía puede hacer.
Y para empeorar las cosas trajiste a Rafael. ¿en dónde tenías la cabeza? ya te lo había advertido.
Metí la pata, Guilherme, dijo apenado. Mañana me voy tempranito, me llevo a Rafa conmigo.
Apenas amanecía cuando escuche el ruido del motor del avión de mi padrino -se me olvidó decir que Janjao era mi padrino- que se iba. Sentí un gran alivio.
Desayuné con la doctora y tenía mejor cara, pero eso no significaba nada bueno y permanecí en guardia.
Por cierto, usted todavía no me ha dicho exactamente lo que... me faltaron palabras.
¿Lo que vine a hacer aquí? pareció pensar un poco y cuando habló lo hizo sin mucha seguridad, se veía que no estaba acostumbrada a mentir.
Formo parte de una ONG y estamos interesados en saber cómo tratan los hacendados a los animales aquí, en el Pantanal.
Los armadillos hacen agujeros en el suelo; los caballos pisan en los agujeros y se rompen las patas, dije; matamos a los armadillos, pero nos los comemos, también matamos guajolotes, ese manjar navideño. Es el único crimen ecológico que cometemos, dije riendome. De todas formas, voy a ver si hay alguna manera de tapar los agujeros que hacen en el suelo.
Ya no quiero hablar más sobre eso, dijo.
Nos quedamos en silencio un tiempo que parecía interminable. Tenía un perfil muy bonito, hay que reconocerlos.
Fue la doctora quien rompió el silencio.
También estoy escribiendo un artículo sobres las costumbres del Pantanal para una revista -titubeo aun más, mentir es un arte reservado a pocos- y me gustaría poder hablar con los peones, las mujeres, sus hijos.
Era mi turno de mentir. Esta gente es muy desconfiada, dije, no les gusta hablar con extraños, pero voy a ver que puedo hacer. ¿Usted sabe montar? ¿Vamos a dar un paseo a caballo? por aquí hay lugares lindos.
Acepto. Le dije que iba a mandar ensillar un buen manga-larga para ella. Me contestó que podía ser cualquier caballo, ella montaba bien.
Fui a buscar a Zé do Carmo al establo.
Zé do Carmo, diles a los peones que nadie de sus familias puede hablar con la doctora, sobre todo los niños. Explicales el asunto del LE. Y ensilla un marchador para ella y a Zigena para mi, vamos a dar un paseo a caballo.
Cuando ibamos a comenzar el paseo, Ze do Carmo apareció corriendo con un frasco de repelente diciendo que era mejor que la doctora se pusiera aquello en la piel debido a los insectos. O sea, mi plan no iba a funcionar.
El paseo duro gran parte de la mañana. Debo confesar que se me estaba pasando la irritación con la doctora, hasta me dio gusto que Zé do Carmo se hubiera acordado del repelente. Y cuando regresamos a la hacienda, la comida fue muy agradable. Ella sólo hacía preguntas inocentes, como ¿por qué mi caballo se llamaba Zigena? y le expliqué que mi caballo era un yegua, que los equinos conforme van naciendo reciben del criador nombres que siguen un orden alfabético, y que los nombres femeninos que empiezan con z no son comunes y que yo ya tenía una Zignea y una Zingara y que Zigena era una especie de mariposa.

Y los paseos a caballo y los paseos por el rio los días siguientes fueron aun más placenteros, yo le decía los nombres de los animales, pájaros y árboles y flores que avistabamos en nuestro camino, y le mostré a la orilla del río los jabirúes, también llamados tuiuius, con su largo pico negro, las aves pescadoras símbolos del Pantanal. Desayunabamos y comíamos y cenabamos juntos todos los días y yo quería estar con ella todo el tiempo. Y despertabmos temprano para ver nacer el sol y esperabamos el final de la tarde para contemplar la puesta del sol, no hay nada más bonito en el mundo, hasta un ateo, al ver la aurora en el Pantanal, cree en la existencia de Dios. La presencia de Suzana me producía una sensación extraña que nunca había sentido, las mujeres entraban y salían rápidamente de mi vida, ella era algo nuevo, aquel sentimiento agradable de tener a la misma mujer cerca de mi todo el tiempo. De repente me vi hablando de mi vida, de mis viajes, de mi visita a Australia, con mi padre, que había ido a visitar las haciendas de ganado cuando tenía dieciseis años, de la primera vez que tuve contacto con el LE, pero esta parte no se la conte, ni le conte que fue el LE el que me llevó a Inglaterra, a Francia y Estados Unidos. Ella hablo de su vida, dijo que era una mujer acomodada y que cuando dejo de practicar la medicina, profesión que había escogido por creer que de esa manera podría ser útil a sus semejantes, descubrió que podía hacer eso de otra manera, ayudando a la gente para que sus derechos fueran respetados.
Entonces Suzana se calló, de forma inesperada. Noté algo en su rostro que me preocupó; me pareció que súbitamente se había sentido infeliz y cansada.
Para romper el silencio, hice una pregunta desastrosa:
¿Y los animales? ¿Y el rodeo?
Debo confesarte algo. Mi nombre fue muy difundido en aquel episodio, pero yo sólo estaba ayudando a una amiga que dirige una organización protectora de animales, me involucré demasiado y mi nombre salió en los periódicos. Me interesan otras cosas. Mi campo de acción son los derechos humanos. Te mentí. Vine porque me informaron que esta región se practica una forma odiosa, sádica, de abuso en contra de personas indefensas. Pero siento en mi corazón que si ese crimen se comete en esta región, tú no participas en él.
¿Abuso sádico?, dije, sintiendo que mi voz temblaba.
Ella me miró con alguna tristeza. ¿Tienes algo que decirme?, preguntó, con voz más baja y más ronca de lo normal.
No sé de qué me estás hablando.
Vi a aquel... hombre que llegó aquí con el señor Janjâo, el otro día.
Por favor, supliqué, tomándole la mano.
Yo soy quien te pide por favor, Guilherme, dijo, apretando mi mano, cuéntamelo todo, necesito que me digas la verdad. Te vi ordenándole a aquel... hombre que se ocultara en la casa del capataz.
No le ordené que se ocultara en la casa del capataz, sólo le dije que se fuera a la casa del capataz.
Da igual, no querías que lo viera, y una vez que lo vi, no querías que platicara con él.
No entiendo por qué estás haciendo todo este drama.
¡Anda, dime qué hacía ese enano por aquí!, gritó. ¡Sé que participa en esa competencia repugnante que ustedes realizan todos los años, un juego asqueroso al que llaman Lanzamiento de Enano!
Comencé a defenderme, les pagamos, les pagamos bien, Rafael era hombre-bala en el circo, lo metían en la boca de un cañón y disparaban, podía morir ganando una miseria, ahora su vida es mucho mejor.
Pero Suzana no me dejó acabar, se levantó abruptamente y salió corriendo de la terraza, no tuve tiempo de decirle que a Rafael ni siquiera lo lanzaban, ahora él era el agente que contrataba a los otros enanos para que los lanzaran, y no tuve tiempo de preguntarle qué había de sádico en eso, los enanos se empeñaban en participar en la competencia, usaban protecciones en las rodillas y en los codos y cascos en al cabeza, ganaban más que un enano trabajando en un circo o vestido de ratón Mickey en Disneyworld, y cuando uno de ellos se lastimaba nosotros lo cuidábamos y le pagábamos un bono tan alto que muchos deseaban lastimarse durante la competencia para ganárselo. Salió corriendo y cuando reaccioné fui tras ella, pero Suzana se había encerrado en la recámara.
Toqué la puerta, por favor, déjame entrar, quiero explicártelo todo.
No quiero explicaciones, vete de aquí, la escuché decirme con la voz llorosa.
Fui al radio y entré en contacto con Janjâo.
Janjâo, lo sabe todo, dije.
Qué mierda, dijo.
La peor mierda es que estoy enamorado y voy a cancelar la competencia.
¿Estás loco? El Lanzamiento de Enano está programado para dentro de quince días; vienen los campeones de Australia, Estados Unidos, Francia. Jimmy Leonard, vencedor absoluto del British Dwarf Throwing Championship ya confirmó su presencia, y también viene aquel australiano campeón mundial que lanzó a un enano de cuarenta kilos a treinta pies de distancia; esta todo organizado, por el amor de Dios, no podemos cancelar la competencia ahora. Mañana paso por allá para que platiquemos, hoy no puedo, pero mañana me aparezco después de la comida, no hagas nada antes de que platiquemos.
Suzana no se presentó a cenar. Yo no tenía hambre, me pesaba el corazón y me quedé bebiendo en la sala, solo, y entre más bebía, más se me enredaba la cabeza. Derechos humanos... Un derecho humano del enano es usar su cuerpo para que algunos deportistas lo lancen a distancia. Antiguamente los borrachos lanzaban a los enanos por las puertas de los bares como un juego chistoso, pero ahora los enanos participaban en un deporte en el cual eran los que más ganaban, incluso los que más fama adquirían; Lenny, el Gigante, el enano inglés que fue lanzado en la final del campeonato británico de Lanzamiento de Enano, era más famoso que el campeón Jimmy Leonard, los enanos quieren tener seguro su derecho al trabajo, un boxeador tiene el derecho de subir al ring para recibir trompadas y algunos mueren debido a los golpes, Muhammad Ali quedó inválido de tantos trancazos, eso sale en la telivisión y nadie piensa prohibirlo, ¿pero algún enano se ha muerto o ha quedado lisiado? No, nunca, pero de todas maneras les sacamos un seguro contra accidentes y por muerte... Es un error que otros decidan cómo va uno a usar su cuerpo, su útero, buena idea, tenía que hablar con Suzana sobre el derecho a disponer del propio útero, ella era mujer y ése era un buen gancho, tenemos derecho constitucional sobre nuestro cuerpo, podemos hacer con él lo que se nos pegue la gana... Y los enanos querían ser lanzados, ganaban bien por ello y no eran humillados, el Lanzamiento de Enano no aumentaba el desprecio que las personas sienten por los enanos, esos liberales llorones hipócritas dejan que los enanos se cubran de ridículo en los espectáculos de teatro y llevan al los niños a que aprendan a despreciar a los enanos en los circos, eso sí que deberían prohibir, pero no, quieren hacer que el Lanzamiento de Enano sea ilegal en todo el mundo, una actividad deportiva y cultural que no afecta negativamente al bienestar, la salud, la dignidad de los enanos lanzados... Carajo, Rafael estaba vivo, pero podría haber muerto como hombre-bala y tenía cinco hijos.
Me desperté con Suzana de pie a mi lado, mirándome con su mirada intensa, me pareció que -o quizás era la cruda la que me hacía ver cosas- algo en su rostro decía que también me amaba.
¿Usted está en condiciones de llevarme a Corumbá?
Claro que sí, dije, levantándome del sillón.
Durante el viaje hablé solo, le expliqué cómo veía el Lanzamiento de Enano, dejando claro que no estaba intentando persuadirla de ninguna manera, dije que haría todo lo imposible para impedir que el deporte se desarrollara, aquél era el último campeonato en que participaba, no podía escabullirme, estarían presentes los grandes campeones del mundo y yo era el único en el hemisferio sur capaz de enfrentarlos, era el nombre de Brasil el que estaba en juego. Ella abrió la boca en ese momento para decir eso es una tontería y siguió callada, pero su rostro se fue suavizando y hubo un momento en que tuvo que controlarse para no reír y finalmete volvió a hablar, me preguntó cómo se lanzaba al enano y le expliqué que pasaban dos tiras de cuero alrededor de su cuerpo, una a la altura de las caderas y otra en el pecho, y que el lanzador agarraba una tira con cada mano, ponía al enano en posición horizontal, la cabeza hacia adelante, y lo lanzaba de esa manera.
Cuando llegamos a Corumbá, después de cumplir con las exigencias del DAC, la llevé a la puerta de abordaje, donde iba a tomar el avión comercial para Sâo Paulo.
Te amo, le dije.
Yo soy más grande que tú.
Comencé a decir mi madre, pero cerré la boca, iba a decir mi madre era más grande que mi padre, pero mi madre murió de parto y era mejor cambiar de tema.
¿Puedo ir a Sâo Paulo a verte?, pregunté.
Voy a pensarlo, respondió.
Antes de desaparecer por la puerta de abordaje, Suzana volteó hacia atrás y desde lejos sentí la intensidad de su mirada.


Micuin. Especie de ácaro diminuto de color rojizo que ataca a hombres y animales principalmente entre agosto y octubre, ocasionando fuertes comezones. (N. de los T.)

sábado, 20 de agosto de 2011

El Busto - Manuel Peyrou

De La noche repetida (1953).
Hizo el nudo de la corbata y, al mismo tiempo que tiraba hacia abajo para ajustarlo, apretó con dos dedos el género, de modo que a partir del lazo hiciera un doblez, un repliegue central, evitando la formación de pequeñas arrugas. Se puso el saco azul y verificó el efecto general. Estar impecable era para él una forma de la comodidad. Satisfecho —dignamente satisfecho—, salió y cerró con cuidado la puerta de calle. No había podido asistir a la iglesia, pero esperaba llegar antes de las diez a la casa de su hermana. Era el día del casamiento de su sobrino mayor, quien más que un pariente era su amigo. Pasó frente a los porteros de las casas vecinas y les deseó con llaneza las buenas noches; era una elegante silueta, a pesar de sus años: alto, moreno, con el cabello ligeramente estriado de plata.
Las vitrinas del salón de los regalos exhibían algunas joyas costosas. Un collar de piedras combinadas difundía un pequeño arco iris sobre su estuche de fondo rojo; un anillo con un topacio, un par de aros de brillantes y algunos otros meteoros artificiales y enanos fulgían bajo la luz de las lámparas. Verificó si el prendedor elegido por él para su flamante sobrina y los gemelos de brillantes para el novio habían sido bien colocados. Satisfecho, avanzó en busca de la nueva pareja.
—¡No me vas a decir que no es una cosa rara! —dijo de pronto su sobrino, sorprendiéndolo. Estaba en el mismo salón y no había notado su presencia.
—No sé a qué te refieres... —repuso, deteniéndose.
—Al busto... o lo que sea...
Siguió la mirada del joven y luego se acercó frunciendo las cejas. Su claro instinto le había enseñado a desdeñar el hábito porteño de reírse de lo que no se entiende.
—Sí; es raro... pero no me parece mal. Tiene algo del modo de Blumpel...
El sobrino no contestó. Se acercó unos pasos, dio una vuelta al pedestal que sostenía el busto y dijo:
—Me parece más horrible visto de frente...
—¿De frente? ¿Cuál es el frente? —Se detuvo y frunció el ceño.— Yo no creo que tenga frente. En todo caso, no me parece bien que atribuyas al autor una intención que probablemente ha estado lejos de alimentar.
—No sé, tío; pero me parece una intrusión, una presencia oscura en un lugar de cosas claras...
—Fantasías, hijo, fantasías. Siempre has sido muy imaginativo. Y siempre te olvidas de lo más importante. Por ejemplo: ¿Quién te lo regaló?
—Aquí está la tarjeta. Nunca he oído ese nombre.
El tío tomó la tarjeta y la examinó cuidadosamente; la volvió del revés y luego miró de nuevo el anverso, con su habitual fruncimiento de cejas, como si fuera capaz de distinguir a simple vista las impresiones digitales o cualquier otra clase de indicio.
—¿No será un compañero de colegio, al que has olvidado? —le preguntó, devolviéndole el pequeño rectángulo de cartulina.
—No; me fijé en la lista que hice antes de mandar las invitaciones. No figura.
El tío se acercó al busto y lo miró a corta distancia.
—¿No habías visto esta chapita de bronce? —le preguntó—. Quizá no la advirtieron porque estaba tapada por un poco de tierra. Mira; dice: "El hombre de este siglo".
—Es cierto —repuso el joven—; no me había fijado. Pero, ¿a qué siglo se refiere? Y sea al que fuere, no me gusta. No sé explicártelo, pero no me gusta. Me gustaría tirarlo.
Eduardo Adhemar lo miró con aire tranquilo. Sintió crecer su densa, invariable ternura; siempre le había gustado ser el árbitro de las decisiones de sus parientes.
—No creo que debas hacer eso —dijo—. En todo caso —agregó, animándose con brusca inspiración—, podrías aprovechar la ocasión para hacer algo original. Y, de paso, aprovechar también el regalo...
Su animación estimuló al sobrino.
—Sí; pero no sé cómo... Es una cosa perfectamente inútil...
—Justamente por eso —repuso Eduardo Adhemar—; porque es inútil sirve para hacer un regalo.
El sobrino estaba impresionado por el busto. No creía que regalándolo podía quedar bien con nadie.
—Es una forma de provocación —dijo—. Y la gente ya lo ha visto aquí...
Adhemar era un diletante agradable y culto, disertaba superficialmente sobre cualquier cosa y se complacía en ello. Miró a su sobrino con un fruncimiento irónico en los labios.
—¿Por qué te empeñas en considerar este busto desde un punto de vista estético? —preguntó—. Te sugiero que lo examines como algo raro, misterioso. —El sobrino lo miró con un parpadeo—. Por ejemplo: imaginemos un ser que careció de posibilidad de realización. La Naturaleza —digamos— tenía cinco proyectos de caballo y eligió el que conocemos. Los otros cuatro han quedado en el misterio, pero no por eso pierden su interés. Quizá había uno con las patas larguísimas, que parecían zancos, y otro con el pelo largo, como una oveja, y otro con cola prensil, muy útil en la selva. Quizá esto sea el hombre que pudo ser. Te advierto que yo no lo veo así. Me gusta solamente como teoría. Yo prefiero imaginarlo en una calle oscura, saliendo de una puerta cochera; un ser informe para, nuestro concepto actual, con dos pares de brazos y la nariz al costado, que habla con un ladrido y dice: "Perdón, yo soy el proyecto rechazado de hombre".
—Contestarías: "En el club veo todas las noches a sus congéneres".
—No digas tonterías —repuso Adhemar, que era muy juicioso cuando los demás se ponían imaginativos.
—Prefiero la idea del regalo —dijo su sobrino—. Pero, ¿a quién? Casi todos mis amigos están aquí y si aún no lo han observado, dentro de poco lo verán...
Eduardo Adhemar recordó:
—¡Ya sé! ¡Se lo mandas a Olegarito! No está aquí. Ayer se fue a la estancia y se casa dentro de quince días.
Cuando Eduardo Adhemar llegó quince días después a la casa de Olegario M. Banfield se había olvidado ya del asunto. Por eso, quizá —no era probable ningún otro motivo—, tuvo un sobresalto al encontrarse frente a frente con el busto, al pasar de un salón a otro, después de haber hecho la agradable comprobación de que los regalos recibidos por la pareja no eran tan costosos como los recibidos por sus sobrinos. El busto estaba en una esquina del salón y, sin embargo, parecía ser el centro de la decoración y de las luces. Adhemar saludó a dos o tres personas y se retiró.
Un mes después, ya entrado el verano, asistió a otra recepción; se casaba el hijo del presidente de la compañía. El ambiente de la bolsa y de la banca le molestaba un poco. Sabía que el presidente —un hombre muy meritorio, trabajador, pero sin tradición— se vanagloriaba de su amistad, y que la dueña de casa iba a presentarlo con gran entusiasmo a una serie de burguesas ricas. Pero la tiranía de las conveniencias comerciales no le permitió pensar en evasivas. Llegó, pues, con su habitual corrección, que a veces brillaba en un ligero alarde juvenil —una flor, una corbata novedosa—, y su aire indudablemente distinguido. Saludó a los dueños de casa y a los novios, y luego, sin dar tiempo a las presentaciones que ya afluían a la boca de la esposa del presidente, expresó, con una impaciencia casi infantil, su deseo de ver los regalos. Por una escalera bordeada de canastas de flores subieron al primer piso. El busto estaba en medio del amplio salón, bajo las plaquetas cristalinas de la araña.
En el curso del verano y luego, en el otoño, Eduardo Adhemar asistió a dos o tres casamientos más. En todos ellos encontró el busto. Espació después el cumplimiento de sus compromisos sociales y se limitó a concurrir de tarde, y a veces de noche al club.
Una noche desapacible, a principios del invierno, estaba cómodamente instalado tomando su whisky y leyendo el diario, cuando una conversación a sus espaldas lo hizo incorporarse a medias y escuchar. Dos socios hablaban animadamente. Por los escasos términos que logró percibir comprendió que se referían al busto. "Por suerte tuvieron tiempo de..." La frase quedó inconclusa porque un mozo pasó haciendo ruido con una bandeja llena de vasos. ¿Qué era lo que había que hacer a tiempo?, se preguntó Adhemar. Un rasgo de humorismo, una ocurrencia surgida en un instante de jovialidad, el día del casamiento de su sobrino, parecía haber tenido consecuencias imprevisibles. Él había puesto en movimiento algo, un hábito, una moda, una fuerza. No podía saber qué, pero se propuso averiguarlo. Desgraciadamente, no se hablaba con ninguno de los dos caballeros. Se habían distanciado el día de la renovación de la comisión directiva. Decidió estar atento en los días sucesivos por si lograba sorprender nuevas alusiones al busto. Una tarde llegó al salón en el momento en que terminaba una charla entre varios amigos. Creyó comprender que alguien había sostenido la existencia de numerosos bustos. Pero esa opinión fue victoriosamente rebatida por Pedrito Defferrari Marenco, el joven abogado y político que ya se perfilaba como uno de los nuevos valores del Partido Tradicional. Era un solo busto, del que todos se desprendían nerviosamente, apenas recibido. Adhemar, en una especie de vértigo, guardó silencio.
A partir de ese momento empezó a sentirse hondamente preocupado. Los motivos de su inquietud no respondían a un sentimiento egoísta; comprendió —sentado en su sillón habitual en el club hizo un minucioso análisis de su situación— que un impulso generoso, aunque todavía oscuro, estaba dominándolo en forma sorda y creciente. Empezó a pensar constantemente en su sobrino, en su felicidad, en su profesión, en los aspectos de su vida matrimonial. La pareja no había regresado aún de un largo viaje por Europa, y Adhemar experimentó verdadera angustia durante las semanas que faltaban para el arribo. Luego, cuando por fin éste se produjo, debió contener su impaciencia durante unos días. Una tarde convidó al joven a tomar un whisky en el club. Después de hablar de algunas minucias relacionadas con el viaje, exploró con cautela los tópicos que le interesaban. Todo estaba bien; su sobrino y su mujer eran felices, el dinero abundaba y la profesión de ingeniero era la vocación cumplida del joven. Adhemar sonrió imperceptiblemente, satisfecho, como un conspirador.
Pero dos o tres días después notó con alarma que empezaba a interesarse por el destino de Olegario Banfield, el amigo a quien su sobrino había regalado el busto. El problema era más difícil, porque su amistad con Banfield era reducida y no existían muchos pretextos para verlo. Empezó, sin embargo, a visitar a amigos comunes, con el propósito de obtener detalles; inventó innumerables subterfugios y excusas para lograr el conocimiento total de la vida del joven Olegario y de su esposa. Logró sus fines, por supuesto, y nuevamente quedó satisfecho. Más complicadas resultaron las siguientes investigaciones, porque a medida que avanzaba iba encontrando personas casi totalmente desconocidas. Recurrió entonces a una agencia de policía privada. Al principio, le resultó difícil vencer la suspicacia profesional del inspector Molina. Este, un hombre avezado, pensó lógicamente en motivos sentimentales. Es normal que un caballero de gran fortuna tenga una aventura costosa y que ansíe una fidelidad relativa; también es normal que trate de obtener la certidumbre de esa fidelidad. Pero cuando las investigaciones debieron extenderse a diez o quince hogares recientemente constituidos el inspector terminó por aceptar las razones expuestas por Adhemar. Todo el trabajo —explicó el caballero— se haría con vistas a la formación de un archivo; una gran empresa de crédito, cuya denominación convenía mantener en reserva por el momento, estaba haciendo un gigantesco registro moral y financiero del país. Adhemar notó en dos o tres ocasiones un dejo de ironía en el inspector, pero como el hombre cumplía su trabajo a conciencia olvidó enseguida toda preocupación. Por su parte, el inspector recibía una considerable mensualidad por sus actividades, de modo que también abandonó las consideraciones ajenas a su labor rutinaria y colaboró en la forma más eficaz.
Después de algún tiempo Adhemar advirtió que era imposible tener un cuadro de la vida de una persona, a partir de la posesión del busto, sin conocer su vida anterior. Sólo la comparación podía dar la nota exacta. Esto desplegó, complicó infinitamente las investigaciones. Para cooperar con el inspector, el propio Adhemar se decidió a actuar. Durante días y noches mantuvo entrevistas, requirió informes, siguió largamente por las calles a personas desconocidas. Al cabo de unos meses, una noche de niebla en que recorría el barrio de la Recoleta, tuvo un sobresalto. Una forma ligera, una sombra casi, entrevista al volver el rostro, le hizo sospechar que él también era seguido. La sangre le golpeó en las sienes; un sentimiento de horror estuvo a punto de paralizarlo. Logró después apresurar el paso, dio dos o tres vueltas inesperadas —o que creyó inesperadas— en otras tantas esquinas y, finalmente, llegó a su casa. A las pocas horas se había calmado; él se había introducido en la vida de los demás: ¿tenía derecho a impedir que alguien atisbara en la suya? Pero no pensó más, porque estaba muy cansado; su estado físico y su ánimo habían decaído en las últimas semanas.
Durante un mes prosiguió su trabajo, siempre con la sensación de ser puntualmente observado, hasta que una molestia estomacal y una ligera puntada en el lado izquierdo del pecho lo obligaron a visitar al médico. No era nada de cuidado, explicó el facultativo. Dieta, supresión del alcohol, una serie de inyecciones, y estaría como nuevo. Regresó a su departamento de la calle Arenales y se metió en cama. Al día siguiente era su cumpleaños y deseaba estar bien para recibir a sus amigos. Pero al despertarse comprendió que su reunión había fracasado. Un fuerte dolor, reumático o lo que fuera, le impedía moverse. Llamó al médico y éste llegó a mediodía. Efectivamente, sus pequeñas molestias se habían complicado con un lumbago.
Permaneció todo el día en cama. El mucamo hizo pasar a dos o tres amigos que fueron a saludarlo; también llegaron algunos regalos. A las nueve de la noche aquél se retiró, después de solicitarle permiso para ir al cinematógrafo. Adhemar le sugirió que dejara la puerta entreabierta, por si aún llegaba algún amigo. Media hora después sintió unos golpes y un mensajero entró sin esperar contestación. Estaba curvado por un paquete de gran peso, que dejó en la mesa del hall. Luego avanzó hasta la cama y le entregó una carta y se retiró. En la habitación próxima el paquete era una sombra oscura. Doblegado por el dolor, sin poder incorporarse, Adhemar abrió la carta y sacó una tarjeta. Nunca había leído este nombre. Sí; lo había leído: ¡la noche del casamiento de su sobrino, en la tarjeta que acompañaba al busto! Con ansiedad, estiró el brazo y tomó el teléfono. Acercó el auricular a su oído; estaba desconectado. Hizo dolorosamente, vanamente, un nuevo esfuerzo para incorporarse. Una opresión creciente, como una marea, le llenó el pecho y subió, subió.
Bajo el arco del hall la oscuridad se extendió como café derramado y avanzó en la habitación.

jueves, 11 de agosto de 2011

Tlön, Uqbar, Orbis Tertius - Jorge Luis Borges

I

Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedía (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó que The Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr... Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estéril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.

Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada en palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque -tal vez- literariamente inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors are abominable. El texto de la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver ese artículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosas índices cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de Uqbar.

El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; no previsto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética. Comprobamos después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos (según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.

Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez el único sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Releyéndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres -Jorasán, Armenia, Erzerum-, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado más bien como una metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma región. Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección histórica (página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo trece, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön... La bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero -Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874-figura en los catálogos de librería de Bernard Quaritch.1 El primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andreä. El hecho es significativo; un par de años después, di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz -que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.

Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios de sociedades geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. El índice general de la enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo había referido el asunto) advirtió en una librería de Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo-American Cyclopaedía... Entró e interrogó el volumen XXVI. Naturalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar.

II

Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces. Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez, taciturnamente... Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que doce se escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agregó que ese trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región... Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra gaucho (que algunos viejos orientales todavía pronuncian gaúcho) y nada más se dijo -Dios me perdone- de funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde -meses después- lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First Encyclopaedia of Tlön. vol. XI. Hlaer to Jangr. No había indicación de fecha ni de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de las láminas en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción: Orbis Tertius. Hacía dos años que yo había descubierto en un tomo de cierta enciclopedia práctica una somera descripción de un falso país; ahora me deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.

En el "onceno tomo" de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Néstor Ibarra, en un artículo ya clásico de la N. R. F., ha negado que existen esos aláteres; Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochelle han refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese arriesgado cómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras... dirigidos por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las contradicciones aparentes del Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado en él. Las revistas populares han divulgado, con perdonable exceso, la zoología y la topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para su concepto del universo.

Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no causan la menor convicción. Ese dictamen es del todo verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese planeta son -congénitamente- idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje -la religión, las letras, la metafísica- presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas "actuales" y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue lunó. Upward, behind the onstreaming it mooned.

Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal (de cuya Ursprache hay muy pocos datos en el Onceno Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-de1 cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra. Esta palabra integra un objeto poético creado por el autor. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su número. Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas y otros muchos más.

No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo -que es un sinónimo perfecto del cosmos-. Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y después del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.

Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo -id est, de clasificarlo- importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön -ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase "todos los aspectos" es rechazable, porque supone la imposible adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito el plural "los pretéritos", porque supone otra operación imposible... Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente.2 Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo -y en ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas- es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.

Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo3 ideó el sofisma de las nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las aporías eleáticas. De ese "razonamiento especioso" hay muchas versiones, que varían el número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:

El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca quería deducir de esa historia la realidad -id est la continuidad- de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre e1 martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico pensar que han existido -siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada a los hombres- en todos los momentos de esos tres plazos.

El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron, al principio, a negar la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal, basada en el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso y ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que comportan una petición de principio, porque presuponen la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico. Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbradas por la lluvia del miércoles, que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No sería ridículo -interrogaron- pretender que ese dolor es el mismo?4 Dijeron que al heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría que admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.

Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras... El Onceno Tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen de Parerga und Paralipomena.

La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por <, Afirman que la operación de contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El hecho de que varios individuos que cuentan una misma cantidad logran un resultado igual, es para los psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.

En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles -el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos-, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres...

También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto.

Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente apenas cien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos fueron estériles. El modus operandí, sin embargo, merece recordación. El director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el antiguo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la excavación les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer intento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto (cuyo director murió casualmente durante las primeras excavaciones) los discípulos exhumaron -o produjeron- una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la busca... Las investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se prefiere los trabajos individuales y casi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado -los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön- exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a veces el ur: la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza. La gran máscara de oro que he mencionado es un ilustre ejemplo.

Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.

Salto Oriental, 1940.

Posdata de 1947. Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la Antología de la literatura fantástica, 1940, sin otra escisión que algunas metáforas y que una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha... Me limitaré a recordarlas.

En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de Ouro Preto, la carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto corrobora las hipótesis de Martínez Estrada. A principios del siglo XVII, en una noche de Lucerna o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus afilados tuvo a Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para inventar un país. En el vago programa inicial figuraban los "estudios herméticos", la filantropía y la cábala. De esa primera época data el curioso libro de Andreä. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis prematuras comprendieron que una generación no bastaba para articular un país. Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un discípulo para la continuación de la obra. Esa disposición hereditaria prevaleció; después de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad resurge en América. Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algún desdén -y se ríe de la modestia del proyecto. Le dice que en América es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea añade otra, hija de su nihilismo:5 la de guardar en el silencio la empresa enorme. Circulaban entonces los veinte tomos de la Encyclopaedia Britannica; Buckley sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: "La obra no pactará con el impostor Jesucristo." Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son capaces de concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton Rouge en 1828; en 1914 la sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el volumen final de la Primera Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes que comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres) serían la base de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna de las lenguas de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama provisoriamente Orbis Tertius y uno de sus modestos demiurgos fue Herbert Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o como afiliado. Su recepción de un ejemplar del Onceno Tomo parece favorecer lo segundo. Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular nitidez uno de los primeros y me parece que algo sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en un departamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa de Faucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna heráldica, un samovar. Entre ellas -con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido- latía misteriosamente una brújula. La princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me inquieta hizo que yo también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses después, en la pulpería de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regresábamos de Sant'Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar (y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un vecino invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas -más bien con rachas de una sola milonga. Como es de suponer, atribuimos a la fogosa caña del patrón ese griterío insistente... A la madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. También recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo "que venía de la frontera". Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön.

Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la memoria (cuando no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores. Básteme recordar o mencionar los hechos subsiguientes, con una mera brevedad de palabras que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un investigador del diario The American (de Nashville, Tennessee) exhumó en una biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tlön. Hasta el día de hoy se discute si ese descubrimiento fue casual o si lo consintieron los directores del todavía nebuloso Orbís Tertius. Es verosímil lo segundo. Algunos rasgos increíbles del Onceno Tomo (verbigracia, la multiplicación de los hrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de Memphis; es razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir un mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La diseminación de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese plan...6 El hecho es que la prensa internacional voceó infinitamente el "hallazgo". Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden -el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.

El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural), "idioma primitivo" de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso. Han sido reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan también su avatar... Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.

Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.

1Haslam ha publicado también A General History of Labyrinths.

2Russell. (The Analisis of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que "recuerda" un pasado ilusorio.

3Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un período de ciento cuarenta y cuatro años.

4En el día de hoy, una de las iglesias de Tlón sostiene platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, en el veniginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.

5Buckley era librepensador, fatalista y defensor de la esclavitud.

6Queda, naturalmente, el problema de la matesia de algunos objetos.