viernes, 29 de julio de 2011

El hombre extraño - Silvio Rodríguez

Era extraño aquel hombre,
o por tal lo tomaron,
porque besaba todo
lo que hallaba a su paso.
Besaba a las personas,
al perro, al mobiliario
y mordía dulcemente
la ventana de un cuarto.

Cuando salía a la calle
le iba besando al barrio
las esquinas, aceras,
portales y mercados,
y en las noches de cine
(también las de teatro)
besaba su butaca
y las de sus costados.

Por estas y otras muchas
los cuerdos lo llevaron
donde nadie lo viera,
donde no recordarlo,
y cuentan que en su celda
besaba sus zapatos,
su catre, sus barrotes,
sus paredes de barro.

Un día sin aviso,
murió aquel hombre extraño
y muy naturalmente
en tierra lo sembraron.
En ese mismo instante,
desde el cielo, los pájaros
descubrieron que al mundo
le habían nacido labios.

jueves, 28 de julio de 2011

Eróstrato - Jean-Paul Sartre


A los hombres hay que mirarlos dede arriba. Yo apagaba la luz y me asomaba a la ventana; ni siquiera sospechaban que se les pudiera observar desde arriba. Cuidan mucho la fachada, algunas veces, incluso, la espalda, pero todos sus efectos están calculados para espectadores de no más de un metro setenta.
¿Quién ha reflexionado alguna vez en la forma de hongo de un sombrero visto desde un sexto piso? No se cuidan de defender sus hombros y sus cráneos con colores vivos y con géneros chillones, no saben combatir ese gran enemigo de lo humano: la perspectiva de arriba a abajo.
Yo me asomaba y me echaba a reir; ¿dónde estaba, pues, ese famoso estar de pie del que se sienten tan orgullosos?, se aplastan contra la acera y dos largas piernas semi-rampantes salen abajo de sus hombros.
Es en el balcón de un sexto piso donde debería haber pasado toda mi vida.
Es necesario apuntalar las superioridades morales con símbolos materiales, sin lo cual se desplomarían. Pero, precisamente, ¿cuál es mi superioridad sobre los hombres? Una superioridad de posición; ninguna otra; me he colocado por encima de la humanidad que está en mí y la contemplo. He aquí porque me gustaban las torres de Notre Dame, las plataformas de la Torre Eiffel, el Sacré-Coeur, mi sexto piso de la Calle Delambre. Son excelentes símbolos.
Algunas veces era necesario volver a bajar a las calles. Para ir a la oficina, por ejemplo. Yo me ahogaba. Cuando uno está al mismo nivel de los hombres es mucho más dificil considerarlos como hormigas: tocan.
Una vez ví a un tipo muerto en la calle. Había caido de narices. Le volvieron, sangraba. Ví sus ojos abirtos, su aire opaco y toda esa sangre. Me dije:
No es nada, no es más impresionante que la pintura fresca. Le han pintado la nariz de rojo, eso es todo.
Pero sentí una sucia dulsura que me invadía desde las piernas hasta la nuca; me desvanecí. Me llevaron a una farmacia, me golpearon en la espalda y me hicieron beber alcohol. Los hubiera matado.
Yo sabía que eran mis enemigos, pero ellos no lo sabían. Se amaban entre sí, se ponían hombro con hombro, y a mí me hubieran dado una mano por aquí o por allá, porque me creían su semejante.
Pero si hubieran podido adivinar la más ínfima parte de la verdad, me hubieran golpeado.
Por lo demás, más tarde lo hicieron. Cuando me detuvieron y supieron quién era en realidad, me torturaron, me golpearon durante dos horas, en la comisaría me dieron de bofetadas y de trompadas, me retorcieron los brazos, me arrancaron el pantalón y luego, para terminar, arrojaron mis anteojos al suelo, y mientras los buscaba a tientas y materialmente en cuatro patas, me dieron, riéndose, algunos puntapiés en el culo.
Previ siempre que terminarían por golpearme: no soy fuerte y no puedo defenderme. Los había que me acechaban desde hacía mucho tiempo: los grandes. Me atropellaban en la calle, para reirse, para ver lo que hacía. Yo no decía nada. Hacía como si nada hubiera notado. Y no obstante, ellos me vejaron. Yo les tenía miedo, era un presentimiento. Pero ustedes se imaginarán que tenía razones más serias para odiarlos.
Desde este punto de vista todo fue mucho mejor a partir del día en que me compré un revolver. Uno se siente fuerte cuando lleva asiduamente una de esas cosas que pueden estallar y hacer ruido. Lo sacaba el domingo, lo ponía sencillamente en el bolsillo de mi pantalón y luego iba a pasearme -en general por los bulevares.
Sentía que tiraba de mi pantalón como un cangrejo, lo sentía completamente frío contra mi muslo. Pero se calentaba poco a poco, al contacto de mi cuerpo.
Yo andaba con cierta rigidez, tenía el aspecto de un tipo que está engallado, pero al que su verga frena a cada paso.
Deslizaba la mano en el bolsillo y tocaba el objeto. De cuando en cuando entraba en un mingitorio -aún allí adentro ponía mucha atención porque a menudo hay vecinos- sacaba mi revólver, lo sopesaba, miraba su culata de cuadros negros y su gatillo negro que parece un párpado semicerrado. Los otros, los que veían desde afuera mis píes separados y la parte de abajo de mis pantalones, creían que orinaba. Pero nunca orino en los mingitorios.
Una tarde se me ocurrió la idea de tirar a los hombres. Era un sábado por la noche, había salido en busca de Lea, una rubia que callejea ante un hotel de la calle Montparnasse. Nunca he tenido comercio íntimo con una mujer: me hubiera sentido robado. Uno se les sube encima, por supuesto, pero ellas nos devoran el bajo vientre con sus grandes bocas peludas y, por lo que he oido decir, son las que salen ganando -y con mucho- en este cambio. Yo no le pido nada a nadie, pero tampoco quiero dar nada. A lo más hubiera necesitado una mujer fría y piadosa que me soportara con disgusto.
El primer sábado de cada mes yo subia con Lea a una habitación del Hotel Duquesne. Se desvestía y yo la miraba sin tocarla. A veces, eso salía sólo en mi pantalón, otras veces tenía tiempo de volver a casa para terminar allí.
Esa noche no la encontré en su sitio de costumbre. Esperé un momento y como no la ví venir supuse que estaría enferma. Era principio de enero y hacía mucho frío. Quede desolado: soy un imaginativo y me había representado vivamente el placer que esperaba obtener de esa velada.
Había en la calle Odesa una morena que yo había visto a menudo, un poco madura, pero firme y regordeta; yo no detesto las mujeres maduras; cuando están desvestidas parecen más desnudas que las otras. Pero ella no estaba al corriente de lo que me convenía y me intimidaba un poco exponerle aquello de cabo a rabo. Y además, yo desconfío de las recién conocidas; esas mujeres pueden muy bien ocultar un granuja detrás de la puerta, y después el individuo aparece de pronto y le quita a uno el dinero. Puede uno considerarse afortunado si no le da unos puñetazos. Sin embargo, esa noche sentía no sé que audacia; decidí pasar por casa para tomar mi revolver y tentar la aventura.
Cuando un cuarto de hora más tarde abordé a la mujer, el arma estaba en mi bolsillo y ya no temía nada. Al mirarla de cerca, ví que tenía más bien un aspecto miserable. Se parecía a mi vecina de enfrente, la mujer del ayudante, y quedé muy satisfecho de esto, porque hacía mucho tiempo que tenía deseos de verla encuerada. Se desvestía con la ventana abierta cuando no estaba el ayudante, y a menudo yo me quedaba detrás de la cortina para sorprenderla. Pero se arreglaba en el fondo de la pieza.
En el Hotel Estela no quedaba más que una habitación libre en el cuarto piso. Subimos. La mujer era bastante pesada y se detenía en cada escalón para respirar. Yo subía con facilidad; tengo un cuerpo seco, pese a mi vientre, y son necesarios más de cuatro pisos para hacerme perder el aliento.
En el descansillo del cuarto piso se detuvo y se puso la mano derecha sobre el corazón respirando con fuerza. En la mano izquierda tenía la llave de la habitación.
- Es alto-, dijo tratando de sonreirme.
Le tomé la llave sin contestarle, y abrí la puerta. Tenía el revólver en la mano izquierda, apuntado derecho ante mí, a través del bolsillo y no lo dejé hasta después de haber girado la perilla de la puerta. La pieza estaba vacía. Sobre el lavabo había puesto una pequeña pastilla de jabón verde, para lavarse después de eso. Sonreí: conmigo no son necesarios ni los lavabos ni las pastillitas de jabón. La mujer seguía resoplando detrás de mí; eso me excitaba. Me volví, me tendió los labios, la rechacé.
- ¡Desvístete! -le dije.
Había un sillón de tapicería; me senté confortablemente. Es en estos casos cuando lamento no fumar. La mujer se quitó el vestido y luego se detuvo arrojándome una mirada de desconfianza.
- ¿Cómo te llamas? -le dije echándome hacia atrás.
- Renée.
- Pues bueno, Renée, date prisa, estoy esperando.
- ¿No te desvistes?
- ¡Bah, bah! -le dije-, no te ocupes de mí.
Dejó caer los calzones a sus pies, después los recogió y los colocó cuidadosamente sobre su traje junto con el corpiño.
- ¿Así que eres un viciocillo, querido, un perezosito? -me preguntó-, ¿quieres que sea tu mujercita la que haga todo el trabajo?
Al mismo tiempo dió un paso hacia mí, y apoyándose con las manos sobre los brazos de mi sillón, trató pesadamente de arrodillarse ante mis piernas. Pero la levanté con rudeza:
- ¡Nada de eso! ¡Nada de eso! -le dije.
Me miró con sorpresa.
- Pero, ¿qué quieres que te haga?
- Nada, caminar, pasearte, no te pido más.
Se puso a andar de un lado a otro, con aire torpe. Nada molesta más a las mujeres que andar cuando están desnudas. No tiene costumbre de apoyar los talones en el suelo. La mujerzuela encorvaba la espalda y dejaba colgar los brazos. En cuanto a mí, me sentía en la gloria: estaba allí tranquilamente sentado en un sillón, cubierto hasta el cuello; había conservado hasta los guantes puestos y esa señora madura se había desnudado totalmente bajo mis órdenes y daba vuelta a mi alrededor.
Volvió la cabeza y para salvar las apariencias me sonrió coquetamente:
- ¿Me encuentras linda? ¿Deleito tus miradas?
- ¡No te ocupes de ello! -le dije.
- Dime -preguntó con súbita indignación- ¿tienes intención de hacerme caminar así mucho tiempo?
- ¡Siéntate! -le ordené.
Se sentó sobre la cama y nos miramos en silencio. Tenía la carne de gallina. Se oía el tic-tac de un despertador al otro lado de la pared. De pronto le dije:
- ¡Abre las piernas!
Dudó un cuarto de segundo, luego obedeció. Miré y olí entre sus piernas. Luego me puse a reir tan fuerte que se llenaron los ojos de lágrimas. Le dije sencillamente:
- ¿Te das cuenta?
Y me volví a reir.
Me miró con estupor, después enrojeció violentamente y cerró las piernas.
- ¡Cochino! -dijo entre dientes.
Pero yo reía más fuerte; entonces se levantó de un salto y tomó su corpiño de la silla.
- ¡Eh! ¡Alto! -le dije- esto no ha terminado. Te daré en seguida cincuenta francos, pero quiero algo por mi dinero.
Ella tomó nerviosamente sus calzones.
- No entiendo. ¿Comprendes? No sé lo que quieres. Y si me has hecho subir para burlarte de mi.
Entonces saqué mi revólver y se lo mostré. Me miró con aire serio y dejó caer sus calzones sin decir nada.
- ¡Camina! -le ordene- ¡Paséate!
Se paseó durante cinco minutos, luego le dí mi bastón y la obligué a hacer ejercicio. Cuando sentí mi calzoncillo humedo me levanté y le tendí un billete de cincuenta francos. Lo tomó.
- Hasta luego -agregué-, no te he fatigado mucho por ese precio.
Me fui. La dejé totalmente desnuda en medio de la habitación, con su corpiño en una mano, y el billete de cincuenta francos en la otra. No lamentaba mi dinero, la había aturdido y eso que no se asombra facilmente a una ramera. Pensé bajando la escalera:
Eso es lo que quería, asombrarlos a todos.
Estaba felíz como un niño. Me llevé el jabón verde y cuando volví a casa lo froté largo tiempo bajo el agua caliente, hasta que no fue más que una delgada película entre mis dedos, parecida a un bombón muy chupado de menta.
Pero por la noche desperté sobresaltado y volví a ver su rostro, los ojos que pusó cuando le mostré el arma y su gordo vientre que saltaba a cada uno de sus pasos.
- ¿Qué estúpido fui? -me dije. Y sentí un amargo remordimiento. ¡Hubiera disparado en aquél momento! ¡Debí agujerear ese gordo vientre dejándolo como una espumadera!
Esa noche y las tres que siguieron, soñé con seis agujeritos rojos agrupados en círculo alrededor de un ombligo.
Desde entonces no volví a salir sin mi revólver. Miraba la espalda de la gente y me imaginaba, según caminaban, el modo como caerían si les disparara. Los domingos tomé la costumbre de ir a apostarme delante del Chátelet, a la salida de los conciertos clásicos.
A eso de las seis escuchaba un timbre y las obreras venían a sujetar las puertas vidrieras con los ganchos. Así empezaba la cosa: la multitud salía lentamente; la gente marchaba con paso flotante, los ojos llenos todavía de ensueño, el corazón todavía lleno de bellos sentimientos. Había muchos que miraban a su alrededor con aire asombrado; la calle debía parecerles totalmente azul. Entonces sonreían con misterio: pasaban de un mundo a otro, y era en ese otro donde yo les esperaba. Había deslizado mi mano derecha en el bolsillo y apretaba con todas mis fuerzas la culata del arma. Al cabo de un momento me veía disparándoles el arma. Los derribaba como a muñecos en un juego de feria, caían unos sobre otros y los sobrevivientes, presas de pánico, refluían en el teatro rompiendo los vidrios de las puertas. Era un juego muy enervante; mis manos temblaban; por último me veía obligado en ir a beber un cognac en Dreber para reconfortarme.
A las mujeres no las hubiera matado. Les hubiera tirado a los riñones o quizá a las pantorrillas para hacerlas bailar.
Todavía no tenía nada decidido. Pero se me ocurrió hacer todo como si mi decisión estuviera tomada. Comencé por arreglar los detalles accesorios. Fuí a ejercitarme en un polígono de la feria de Denfert-Rochereau. Mis cartones no eran muy buenos, pero los hombres ofrecen blancos más grandes, sobre todo cuando se tira a quemarropa. En seguida me ocupé de mi publicidad. Elegí un día en que todos mis colegas estaban reunidos en la oficina. Un lunes por la mañana. Por sistema era muy amable con ellos, aunque tenía horror de estrecharles la mano. Se quitaban los guantes para decir buenos días, tenían una obcena manera de desnudar la mano, de bajar el guante y deslizarlo lentamente a lo largo de los dedos, descubriendo la desnudez gruesa y arrugada de la palma. Yo conservaba siempre mis guantes puestos.
El lunes por la mañana no se hace gran cosa. La dactilógrafa del servicio comercial vino a traernos los recibos. Lemercier bromeó con ella amablemente y cuando salió, todos detallaron sus encantos con enervante competencia. Luego hablaron de Lindbergh. Les gustaba mucho Lindbergh. Yo es dije:
- A mi me gustan los héroes negros.
- ¿Los africanos? -preguntó Massé.
- No, negros, como se dice Magia Negra. Lindbergh es un héroe blanco. No me interesa.
- Vaya a ver si es facil atravesar el Atléntico -dijo agriamente Bouxin.
Les expuse mi concepto de héroe negro.
- Un anarquista -resumió Lemercier.
- No -dije suavemente-, los anarquistas quieren a su manera a los hombres.
- Sería entonces un trastornado.
Pero Massé, que tenía algunas lecturas, intervino en ese momento:
- Conozco su tipo -me dijo- se llama Eróstrato. Quiso ser célebre y no encontró mejor medio que quemar el Templo de Efeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo.
- ¿Y cómo se llamaba el arquitecto de ese templo?
- No me acuerdo -confesó-, hasta creo que nunca se ha sabido su nombre.
- ¿De veras? ¿Y usted recuerda el nombre de Eróstrato? Ya ve que éste no había calculado tan mal.
La conversación terminó con estas palabras, pero quedé tranquilo; la recordarían en su momento. En cuanto a mí, que hasta entonces no había oido jamás hablar de Eróstrato, me envalentoné con su historia. hacia más de dos mil años que habia muerto y su recuerdo brillaba todavía como un diamante negro. Comencé a creer que mi destino sería corto y trágico. Aquello me dió miedo al principio y después me acostumbré. Si se mira desde cierto punto de vista es atroz; pero desde otro, otorga al instante que pasa una belleza y una fuerza considerables.
Cuando bajaba a la calle sentía en el cuerpo un extraño poder. Llevaba encima mi revólver, esa cosa que estalla y hace ruido. Pero no sacaba de él mi seguridad, sino de mi mismo; yo era un ser perteneciente a la especie de los revólveres, de los petardos y de las bombas. También yo, un día, al terminar mi sombría vida, estallaría e iluminaría el mundo con una llama violenta y breve como el estallido del magnesio.
En esa época me ocurrió tener muchas noches el mismo sueño. Yo era un anarquista, me había colocado al paso del Zar y llevaba conmigo una máquina infernal. A la hora precisa pasaba el cortejo estallaba la bomba y saltábamos en el aire, yo, el Zar y tres oficiales adornados de oro, bajo los ojos de la multitud.
Permanecí entonces semanas enteras sin aparecer por la oficina. Me paseaba por las calles, entre mis futuras víctimas, o bien, me encerraba en mi habitación y hacía planes.
Me despidieron a comienzos de octubre. Ocupé entonces mis ocios en redactar la siguiente carta que copié en ciento dos ejemplares:
Señor:
Usted es célebre y de sus obras se imprimen treinta mil ejemplares. Voy a decirle por qué: porque ama a los hombres. Tiene usted el humanitarismo en la sangre; es una suerte. Usted se alegra cuando está acompañado; en cuanto ve a uno de sus semejantes, aun sin conocerlo, siente simpatía por él. Le agrada su cuerpo por la manera en que está articulado, por sus piernas que se abren y se cierran a voluntad, por sus manos sobre todo; lo que más le agrada es que tengan cinco dedos. Se deleita cuando el vecino toma una taza de la mesa, porque tiene una manera de tomarla que es exclusivamente humana -y que a menudo ha descrito usted en sus obras-, menos delicada, menos rápida que la del mono, pero mucho más inteligente, ¿no es así?
Le gusta también la carne del hombre, su modo de andar de herido grave que se reeduca, su aspecto de volver a inventar la marcha a cada paso, y su famosa mirada que las fieras no pueden soportar.
A usted le es fácil, pues, encontrar el acento que conviene para hablar al hombre de sí mismo, un acento púdico pero entusiasta.
La gente se arroja sobre sus libros con glotonería, los leen en un buen sillón, piensan en el gran amor desdichado y discreto que usted les consagra y eso les consuela de muchas cosas: de ser feos, de ser cobardes, de ser cornudos, de no haber recibido aumento el primero de enero. Y se dicen espontáneamente de su última novela: es una buena acción.
Supongo que tendrá usted curiosidad por saber cómo puede ser un hombre que no quiere a los hombres. Pues bien, soy yo, los quiero tan poco que de inmediato voy a matar una media docena de ellos; quizá se pregunte: ¿por qué sólo media docena? Porque mi revólver no tiene más que seis balas. Es una monstruosidad, ¿no es así? Y además un acto correctamente impolítico. Pero le repito que no puedo quererlos. Comprendo muy bien su manera de sentir. Pero lo que a usted le atrae a mi me disgusta. Como usted he visto a los hombres masticar con cuidado, conservando los ojos atentos y hojeando con la mano izquierda una revista barata. ¿Es culpa mia si prefiero asistir a la comida de las focas?
El hombre no puede hacer nada con su cara sin que ello se convierta en una escena de fisonomía. Cuando mastica, conservando la boca cerrada, los ángulos de su boca, suben y bajan y parecen pasar sin descanso de la serenidad a la sorpresa llorosa. A usted eso le agrada, lo sé; es lo que llama la vigilancia del espíritu. Pero a mi me da nauseas; no sé por qué: así he nacido.
Si no hubiera entre nosotros más que una diferencia de gustos, no le importunaría. Pero todo esto ocurre como si usted estuviera en gracia y yo no. Soy libre de que me guste o no la langosta a la americana, pero si no me gustan los hombres, soy un miserable y no puedo encontrar mi sitio en el mundo. Ellos han acaparado el sentido de la vida. Espero que comprenda lo que quiero decir. Hace treinta y tres años que tropiezo contra puertas cerradas sobre las cuales han escrito: Nadie entre aquí si no es humanitario. He debido abandonar todo lo que he emprendido; era necesario elegir: o bien era una tentativa absurda y condenada, o bien tarde o temprano se volvía en provecho de ellos. No llegaba a separar de mí, a formular, los pensamientos que no le destinaba expresamente; permanecían en mi como ligeros movimientos orgánicos. Sentía que eran suyos los mismos útiles de que me servía, las palabras, por ejemplo: hubiera querido palabras mías. Pero aquellas de las que dispongo se han arrastrado en no sé cuántas conciencias; se arreglan solas en mi cabeza en virtud de la costumbre que han tomado en otras y con repugnancia las utilizo para escribirle. Pero es la última vez. Ya se lo digo: hay que querer a los hombres, o de lo contrario apenas si le permiten a usted picotear.
Voy a tomar ahora mismo mi revólver, bajaré a la calle y veré si se puede lograr algo contra ellos.
Adios, señor; tal vez será a usted a quien encuentre. Entonces no sabrá nunca con qué placer le hare saltar los sesos. Si no -y es el caso más probable- lea los diarios de mañana. En ellos verá que un individuo llamado Paul Hilbert mató, en una crisis de furor, a cinco transeúntes en el Bulevard Edgard Quinet. usted sabe mejor que nadie lo que vale la prosa de los grandes diarios. Comprenda, pues, que no estoy furioso; por el contrario, estoy muy tranquilo y le ruego que acepte, señor, mi consideración más distinguida.
Paul Hilbert.
Coloqué las ciento dos cartas en ciento dos sobres y escribí sobre ellos las direcciones de ciento dos escritores franceses; luego puse todo en un cajón de mi escritorio con seis libretas de sellos de correo.
Durante los quince días que siguieron salí muy poco. Me dejaba invadir lentamente por mi crimen. En el espejo, donde a veces iba a mirarme, comprobaba con placer los cambios de mi rostro. Los ojos se habían agrandado, se comían toda la cara. Estaban negros y tiernos tras de los espejuelos, y yo los hacía girar como planetas. Bellos ojos de artista y de asesino.
Pero esperaba cambiar mucho más profundamente todavía después de la matanza.
Ví las fotos de esas dos lindas muchachas sirvientas que mataron y robaron a sus patronas. Ví las fotos del antes y después. Antes sus rostros se baanceaban como discretas flores encima de sus cuellos de tallo. Respiraban limpieza y apetecible honestidad. Una discreta tijera había ondulado del mismo modo sus cabellos. Y más tranquilizadora todavía que sus cabellos rizados, que sus cuellos y que su aire de estar de visita en casa del fotógrafo, era su semejanza de hermanas, semejanza tan evidente que ponía de inmediato de manifiesto los lazos de sangre y las raíces naturales del grupo familiar. En el después, sus caras resplandecían como incendios. Llevaban el cuello desnudo de las futuras decapitadas. Arrugas por todas partes, horribles arrugas de miedo y de odio, pliegues, agujeros en la carne como si un animal con garras hubiera arañado en redondo sobre sus caras. Y esos ojos, siempre esos grandes ojos negros y sin fondo -como los míos. Ya no se parecían. Cada una llevaba a su manera el recuerdo de su crimen común.
Si basta, me decía, un delito en el que el azar tuvo la mayor parte para transformar así esas cabezas de orfelinato, ¡qué no puedo esperar de un crímen enteramente concebido y realizado por mí!
Se apoderaría de mí, transtornaría mi fealdad demasiado humana ...; un crímen, eso corta en dos la vida del que lo comete.
Ha de haber momentos en que no desearía volver atrás, pero está allí, detrás de uno, obstruyendo el túnel, ese mineral chispeante.
No pedía más que una hora para gozar del mio, para sentir su puño aplastante. ¡Por esa hora, sacrificaría todo!
Decidí ejecutarlo en la calle Odesa. Aprovecharía el enloquecimiento para huir, dejándolos recoger sus muertos. Correría, atravesaría rápidamente el Bulevard Edgar Quinet y volvería rápidamente a la calle Delambre. No necesitaría más de treinta segundos para llegar a la puerta de la casa donde vivo. En ese momento mis perseguidores estarían todavía en el Bulevard Edgard Quinet, perderían mi rastro y necesitarían seguramente más de una hora para volverlo a encontrar. Los esperaría en mi casa y cuando los sintiera golpear la puerta, volvería a cargar mi revólver y me dispararía en la boca.
Yo vivía más cómodamente; me había entendido con un fondero de la calle Vavin que me hacía llevar a la mañana y a la noche buenos platitos. El dependiente llamaba, yo no abría, esperaba algunos minutos, luego entreabría la puerta y veía en un gran cesto colocado sobre el suelo algunos platos llenos que humeaban.
El 27 de octubre a las seis de la tarde me quedaban diecisite francos con cincuenta centavos. Tomé mi revólver y el paquete de cartas, baje. Tuve el cuidado de no cerrar la puerta para poder entrar más rápidamente, después de dar el golpe. No me sentía bien; tenía las manos frías y la sangre amontonada en la cabeza, los ojos me cosquilleaban. Miraba la tienda, el hotel de las Escuelas, la papelería donde compré los lápices y no reconocía nada.
Me decía: ¿Cuál es esta calle?
El Bulevard Montparnasse estaba lleno de gente. Tropezaban conmigo, me empujaban, me golpeaban con los codos o los hombros. Yo me dejaba sacudir; me faltaban las fuerzas para deslizarme entre ellos. Me ví de pronto en el corazón de esa multitud horriblemente solo y pequeño. ¡Cuánto mal podrían hacerme si quisieran! Tuve miedo por el arma que llevaba en el bolsillo. Me parecía que debían adivinar que estaba allí. Me mirarían con ojos duros y me dirían: ¡Eh! Pero ... pero ... con alegre indignación, clavándome sus patas de hombres. ¡Linchado! Me arrojarían por encima de sus cabezas y volvería a caer en sus brazos como una marioneta.
Juzgué más discreto dejar para el día siguiente la ejecución de mi proyecto. Fui a comer a la Coupole por seis francos sesenta. Me quedaban setenta céntimos que tiré a la calle.
Me quedé tres días en mi habitación sin comer, sin dormir. Había cerrado las persianas y no me atrevía ni a aproximarme a la ventana ni a encender la luz.
El lunes alguien llamó a la puerta. Retuve la respiración y esperé. Al cabo de un minuto llamaron de nuevo. Fui de puntitas a mirar por el ojo de la cerradura. No ví más que un pedazo de tela negra y un botón. El individuo llamó otra vez, luego bajó; no supe quién era.
Por la noche tuve visiones. Frescas palmeras, agua que corría, un cielo violeta por encima de una cúpula. No tenia sed porque de vez en cuando iba a beber en el grifo de la cocina. Pero tenía hambre. Volví también a ver a la ramera morena. Era en un castillo que yo había hecho construir sobre las Causes noires a veinte leguas de toda población. Estaba desnuda y sola conmigo. Le había obligado a ponerse de rodillas amenazándola con mi revólver y a correr en cuatro patas; la había atado luego a un pilar y después de explicarle largamente lo que iba a hacer, la había acribillado a balazos.
Estas imágenes me turbaron en tal forma que debí satisfacerme. Después permanecí inmovil en la oscuridad, con la cabeza absolutamente en blanco. Los muebles crujían. Eran las cinco de la mañana. Hubiera dado cualquier cosa por salir de mi pieza, pero no podía bajar debido a la gente que caminaba por las calles.
Llegó el día. No sentía ya hambre, pero me había puesto a sudar: empapé mi camisa. Fuera, había sol. Entonces pensé:
En una habitación cerrada, en la oscuridad. El está agazapado. Hace tres días que él no come ni duerme. Han llamado y él no ha abierto. En seguida él va a descender a la calle y él matará.
Me daba miedo. A las seis de la tarde me volvió el hambre. Estaba loco de cólera. Tropecé un momento con los muebles, después encendí la luz en las habitaciones, en la cocina, en el baño. Me puse a cantar materialmente a gritos, me lavé las manos y salí. Necesité dos largos minutos para poner todas mis cartas en el buzón. Las echaba por paquetes de a diez. Tuve que arrugar algunos sobres. Luego seguí por el Boulevard Montparnasse hasta la calle Odesa. Me detuve ante el escaparate de una camisería, y cuando ví mi cara pensé:
Sucederá esta tarde.
Me aposté en la parte alta de la calle Odesa, no lejos de una toma de gas y esperé. Pasaron dos mujeres. Iban del brazo; la rubia decía:
- Habían puesto tapices en todas las ventanas y eran los nobles del país los que representaban.
- ¿Están tronados? -preguntó la otra.
- No es necesario estar tronado para aceptar un trabajo que da cinco luises por día.
- ¡Cinco luises! -dijo la morena, deslumbrada.
Agregó al pasar a mi lado:
- Y además me imagino que debía divertirles ponerse los trajes de sus antepasados.
Se alejaron. Tenía frío, pero sudaba abundantemente. Al cabo de un momento ví llegar a tres hombres; los dejé pasar: necesitaba seis. El de la izquierda me miró e hizo chasquear la lengua. Desvié la mirada.
A las siete y cinco dos grupos que se seguían de cerca, desembocaron del Bulevard Edgard Quinet. Eran un hombre y una mujer con dos niños. Detrás de ellos venían tres viejas. La mujer parecía colérica y sacudía al niñito por el brazo. El hombre dijo con voz monótona:
- Es latoso, también, este mocoso.
El corazón me latía tan fuerte que me hacía daño en los brazos. Avancé y me mantuve inmóvil, ante ellos. Mis dedos, en el bolsillo, estaban húmedos alrededor del gatillo.
- ¡Perdón! -dijo el hombre al empujarme.
Me acordé que había cerrado la puerta de mi departamento y eso me contrarió; perdería un tiempo precioso al abrirla. La gente se alejó. Me volví y los seguí maquinalmente. Pero ya no tenía ganas de dispararles. Se perdieron entre la multitud del Bulevard.
Me apoyé contra la pared. Escuche dar las ocho y las nueve. Me repetía:
¿Por qué es necesario matar a toda esta gente que ya está muerta?
Y tenía ganas de reir. Un perro vino a olfatearme los pies.
Cuando el hombre gordo me pasó, me sobresalté y le seguí los pasos. Veía el pliegue de su nuca roja entre su sombrero hongo y el cuello de su sobretodo. Se cantoneaba un poco y respiraba con fuerza, parecía un palurdo. Saqué mi revólver; estaba brillante y frío, y me asqueaba; no me acordaba bien lo que tenía que hacer. Tan pronto lo miraba, tan pronto miraba la nuca del tipo. El pliegue de la nuca me sonreía como una boca sonriente y amarga. Me pregunté si no iría a arrojar mi revólver a una alcantarilla.
De pronto el individuo se paró y me miró con aire irritado. Di un paso atrás.
- Es para ... preguntarle.
Parecía no escuchar, miraba mis manos. Acabé trabajosamente:
- ¿Puede decirme dónde está la calle de Gaité?
Su cara era gorda y sus labios temblaban. No dijo nada, estiró la mano. Retrocedí más y le dije:
- Querría.
En ese momento supe que iba a ponerme a aullar. No quería; le solté tres balazos en el vientre. Cayó con aire de idiota sobre las rodillas y su cabeza rodó sobre el hombro izquierdo.
- ¡Cochino! -le dije-, ¡maldito cochino!
Huí, le oí toser. Oí también gritos y una carrera a mi espalda. Alguien preguntó:
- ¿Qué ocurre? ¿Hay una pelea?
Luego de pronto gritaron:
- ¡Al asesino! ¡Al asesino!
No pensé que esos gritos me concernían, pero me parecieron siniestros como la sirena de los bomberos cuando era niño. Corrí como alma que se lleva el diablo. Sólo que cometí un error imperdonable: en lugar de remontar la calle Odesa hacia el Bulevard Edgar Quinet, la bajé hacia el Bulevard Montparnasse. Cuando me dí cuenta era demasiado tarde, estaba ya en medio de la multitud; caras asombradas se volvían hacia mi. Me acuerdo de la cara de un mujer muy maquillada que llevaba un sombrero verde con una pluma.
Y escuchaba a mis espaldas a los imbéciles de la calle Odesa gritar:
- ¡Al asesino! ¡Deténganlo!
Una mano se posó en mi espalda. Entonces perdí la cabeza: no quería morir linchado por una multitud. Disparé dos tiros de mi revólver. La multitud se puso a gritar prácticamente chillando, y me abrió paso. Entré corriendo en un café. La concurrencia se levantó a mi paso, pero no intentaron detenerme. Atravesé el café a todo lo largo y me encerré en el baño. Quedaba todavía una bala en mi revólver.
Transcurrió un momento. Respiraba penosamente y jadeaba sin parar. Reinaba un extraordinario silencio, como si toda la gente se hubiese súbitamente callado. Levanté mi arma hasta los ojos y ví un agujerito negro y redondo. La bala saldría por allí, la pólvora me quemaría la cara. Dejé caer el brazo y esperé. Al cabo de un momento silenciosamente llegaron. Debían ser una turba a juzgar por el traqueteo de sus pisadas. Cuchichearon un poco, luego se callaron. Yo seguía jadeando, pensando que me escucharían jadear del otro lado de la pared. Alguien avanzó sigilosamente e intentó abrir la puerta. Debía de haberse colocado enbarrado a la pared para evitar los disparos que pudiera hacerle. Tuve, pese a todo, deseos de disparar, pero la última bala debía de guardarla para mí.
- ¿Qué es lo que esperan? -me pregunté. Si se arrojaran contra la puerta y la derribaban de inmediato, no tendría tiempo ni de matarme y de seguro me atraparían.
Pero no se apresuraban, me dejaban todo el tiempo del mundo para dispararme y acabar con mi vida. ¡Los cochinos tenían miedo!
Al cabo de un momento escuché una voz:
- Vamos abra, no le haremos daño.
Hubo un silencio y en seguida la misma voz:
- Usted sabe bien que no puede escapar.
No contesté, seguía jadeando. Para animarme a dispararme me decía:
- Si me detienen, van a golpearme, a romperme los dientes, tal vez incluso hasta me revienten un ojo.
Hubiera querido saber si el tipo gordo había muerto. Quizá sólo lo había herido ... y las otras dos balas tal vez no habían herido a nadie ...
Preparaban algo, ¿estarían por tirar algún pesado objeto contra la puerta? Me apresuré a meter el cañón de mi arma dentro de mi boca y lo mordí muy fuerte. Pero no podía tirar, ni siquiera poner el dedo sobre el gatillo. Todo había vuelto a caer en el silencio.

Entonces arrojé el revólver y les abrí la puerta.

martes, 26 de julio de 2011

Estado de sitio

Iván Ramírez
 
 
 
Am                         G               F
No me importa si alguien dice que en mi canto
      Em           Dm                     E7
pido algo que promueve muchos años de retraso.
       F            G            Em            Am
Porque puede que me maten sin siquiera dar un paso
          Dm              E7         Am
hacia el sitio que hoy me pide la razón.

Am                           C         D
Tomen las canciones que les pone a diario
     E7
la radio.

Am                           C
Vean como es que los bombardean,
    D       E7
disparan tonadas...

       F               G                     Em
Y hoy vivo en un raro país que celebra la sangre,
              Am                  Dm        E
que canta la viva violencia que arde, nos arde.
     F             G               Em
Y todos aprestan oídos al nuevo corrido
            Am                    Dm
que pinta valiente un negocio prohibido.
    E
Y herido...
Am                             C
Pienso que es mejor un gran silencio
        D       E7
que un falso retazo.
Am                       C
Juntos promovemos cada hurto,
    D          E7
las balas, la rabia.
   F                  G                  Em
¿Acaso no son las canciones un tipo de bomba
                  Am                    Dm        E
que absorben los niños que son como esponjas, esponjas?
   F                 G                Em
¿Acaso la gente no canta con tono burlesco
              Am               Dm         E
sabiendo que nada sera mas grotesco que esto?

         Am                  G           F
Se que siempre que alguien piensa en colocar
                  Em                     Am
una censura debo ver con interés  y con usura.
       F           G          Em            Am
Pero escucho lo cantado y no veo mas que basura
      Dm          E7          Am
en el sitio donde va la educación.


 Am                     C
Todos fomentamos cada robo
    D           E7
de calma en el alma.
 Am                             C
Luego que ha cantado todo el pueblo
     D         E7
se asusta, pregunta...


      F                   G                  Em
Y el crimen que no tarda nada en darse a la fuga
           Am             Dm          E
y uno que anda como una tortuga, no ayuda.

       F                  G               Em
Y el joven ya no piensa claro ni ve nada malo
             Am                     Dm             E
porque una canción se quedo en su cultura, no hay duda.


Am                           C
Claro se salio de nuestras manos
      D           E7
y es fácil ser martir.
Am                         C
Odio, el problema es tan obvio,
        D          E7
y tan grave, tan tarde...

   F                    G                    Em
Y sube el volumen del radio y también de la pila
             Am                    Dm         E
de cuerpos quemados y llenos de heridas, sin vida.
     F                  G                  Em
Y no es natural que cantemos a los delincuentes
            Am                 Dm         E
si luego se ve como llora la gente, la muerte.


       Am                          G             F
Yo quisiera que no dejen que los niños canten guerra
         Em           D             E7
ni que pierdan tan temprano la inocencia.
         F          G            Em             Am
Para no sentir que crecen con un vil trozo de piedra
        Dm         E7        Am
en el sitio donde iba el corazón.

viernes, 22 de julio de 2011

Malintzin de las maquilas - Carlos Fuentes

A Enrique Cortazar, Pedro Garay y Carlos Salas-Porras



A Marina la nombraron así por las ganas de ver el mar. Cuando la bautizaron, sus padres dijeron a ver si a ésta sí le toca ver el mar. En la ranchería en el desierto del Norte, los jóvenes se juntaban con los viejos y los viejos contaban que de jóvenes sus viejos les habían dicho, ¿cómo será el mar?, ninguno de nosotros ha visto nunca al mar.
Ahora que el helado sol de enero se levanta, Marina sólo ve las aguas flacas del Río Grande y el sol lo siente todo tan frío que quisiera volverse a meter entre las cobijas pardas del desierto por donde se asoma.
Son las cinco de la mañana y ella tiene que estar en la fábrica a las siete. Se ha retrasado. La retrasó anoche el amor con Rolando, ir con él del otro lado del río a El Paso Texas y regresar tarde, sola y tiritando por el puente internacional a su casita de una sola pieza con retrete en la Colonia Bellavista de Ciudad Juárez.
Rolando se quedó en la cama con un brazo cruzado detrás de la nuca y el celular en la otra mano, pegado a la oreja, mirándola a Marina con satisfacción cansada y ella no le pidió que la llevara de regreso, lo vio tan cómodo, tan niño, tan acurrucado y también tan abierto, tan húmedo y calientito. Lo vio sobre todo listo para iniciar el trabajo, haciendo llamadas en el celular desde tempranito, al que madruga Dios lo ayuda, más si se es mexicano que hace negocios de los dos lados de la frontera.
Se miró en el espejo antes de salir. Era una belleza dormilona. Todavía tenía pestañas gruesas, de niña.
Suspiró. Se puso la chamarra azul de pluma de ganso que tan mal iba con su minifalda pues la chamarra le colgaba hasta las rodillas y la minifalda le llegaba al muslo. Sus zapatos tenis de trabajo los guardó en un morral y se lo colgó al hombro. Iba al trabajo con zapatos de tacón alto y puntiagudo, aunque a veces se le hundieran en el lodo o se le quebraran en las piedras, al contrario de las gringas que caminaban al trabajo con kedds y en la oficina se ponían los tacones altos. Marina en cambio no sacrificaba sus zapatos elegantes por nada, nadie la iba a ver nunca en chanclas como india apache.
Alcanzó el primer camión por la calle del Cadmio y como todas las mañanas trató de mirar más allá del barrio de terrones y de esas casuchas que parecían salidas de la tierra. Todos los días, sin falta, trataba de mirar hacia el horizonte grandísimo, el cielo y el sol le parecían sus protectores, eran la belleza del mundo, el cielo y el sol eran de Todos y no costaban nada, ¡cómo iban a hacer las gentes comunes y corrientes algo tan bonito como eso, todo lo demás tenía que ser feo por comparación: el sol, el cielo... y, decían, el mar!
Siempre acababa viendo hacia los barrancos que se iban derrumbando hacia el río y que le atraían la mirada con la ley de la gravedad, como si hasta dentro del alma todas las cosas anduvieran siempre cayéndose. Ya desde esta hora, las barrancas de Juárez parecían hormigueros. La actividad de los barrios más pobres empezaba temprano y se confundía con el enjambre que desde las casuchas y el declive se iba desparramando hasta la orilla del río angosto y allí intentaba cruzar al otro lado. Entonces ella volteaba la cara sin saber si lo que veía la molestaba, la avergonzaba, la hacía compadecerse o sentir ganas de imitar a los que se iban del otro lado.
Mejor fijó los ojos en un ciprés solitario hasta que ya no pudo verlo.

El ciprés quedó atrás y Marina sólo vio concreto, muros y más muros de concreto, una larguísima avenida encajonada entre el concreto. El camión se detuvo en un campo donde los muchachos en calzones cortos jugaban fútbol para calentarse y cruzó tiritando el baldío hasta encontrar la siguiente parada del camión.
Tomó asiento junto a su amiga Dinorah que venía vestida de suéter colorado y blue jeans con zapatillas sin tacón. Marina abrazó su morral pero cruzó la pierna para que Dinorah y los demás pasajeros vieran sus finos zapatos de tacones altos con hebilla de pulsera en el tobillo.
Se dijeron lo de siempre, cómo está el niño, con quién lo dejaste. Antes, la pregunta de Marina irritaba a Dinorah, se hacía la desentendida, se atareaba sacando un chicle de la bolsa o acariciándose el pelo de chinitos cortos y anaranjados. Luego se dio cuenta de que todas las mañanas de la vida se iba a topar con Marina en el camión y contestó rápidamente, la vecina lo va a llevar a la guardería.

—Hay tan pocas —decía Marina.

—¿Qué?

—Guarderías.

—Aquí nada alcanza para nada, chavalona.

No iba a decirle a Dinorah que se casara, porque la única vez que lo hizo ella le contestó con grosería, cásate tú primero, ponme el ejemplo, huisa. No le iba a insistir que las dos eran solteras pero Marina no tenía hijos, un hijo, ésa era la diferencia, ¿no necesitaba un padre el niño?

—¿Para qué? Aquí los hombres no trabajan. ¿Quieres que mantenga a dos en lugar de uno?

Marina le dijo que con un hombre en casa podría defenderse mejor de los jaraseros sexuales de la fábrica. Se metían mucho con Dinorah porque la veían indefensa, nadie daba la cara por ella. Esto fastidió mucho a Dinorah y le dijo a Marina que de veras quería llevarse a toda madre con ella porque Dios les había asignado el mismo camión, pero que si seguía dando consejos no pedidos, de plano iban a dejar de hablarse y que no se hiciera la mosquita muerta.

—Yo tengo a Rolando —dijo Marina y Dinorah se murió de risa, todas tienen a Rolando, Rolando tiene a todas, ¿qué te crees, pendeja? y como Marina se soltó chillando y las lágrimas no le rodaron por las mejillas sino que se juntaron todititas en las pestañas, a Dinorah le dio pena, sacó un klinex de la bolsa, abrazó a Marina y le limpió los ojos.

—Por mí no te preocupes, chula —dijo Dinorah—. Yo me sé defender de todos los tentones de la fábrica. Y si me exigen un acostón para ascender, mejor me cambio de fábrica, total aquí nadie asciende para arriba, nomás nos movemos para los lados, como las cangrejitas.

Marina le preguntó a Dinorah si había rotado mucho, éste era su primer trabajo pero oía que las muchachas se cansaban pronto de una ocupación y se iban a otra. Dinorah le dijo que después de nueve meses de hacer lo mismo, te empezaba a doler la cintura y se te amolaba la columna.
Tuvieron que bajarse a tomar el siguiente camión.

—Tú también vienes retrasada.

—Supongo que por las mismas razones que tú —rió Dinorah y las dos se tomaron de la cintura y se rieron juntas.

La plaza estaba muy animada ya, con sus toldos y tendajones variados. Todo mundo despedía el humo del invierno por la boca y los marchantes exponían sus mercancías o colgaban sus anuncios a lo que vino vino a comerse sus elotes con Avelino y ellas se detuvieron a comprar dos elotes enchilados y todavía escurridos de agua caliente y mantequilla derretida, sabrosísimos. Se rieron de un anuncio, Tome Macho Minas Para Hombres Débiles de Sexo y Dinorah le preguntó a Marina si ella había conocido uno solo así. Marina dijo que no, pero no era eso lo importante, sino escoger una al hombre que quiere. ¿Que una quiere? Bueno, que le gusta a una. Dinorah dijo que los únicos hombres con el pito aguado eran casi siempre los más echadores, los que las perseguían y trataban de aprovecharse de ellas en las fábricas.

—Rolando no. Él es muy macho.

—Eso ya me lo contaste. ¿Y qué más tiene?

—Un celular.

—Ah —peló de burla los ojos Dinorah pero no dijo nada más porque el camión se detuvo y subieron para viajar el último tramo hasta la maquiladora. Llegó corriendo una muchacha muy flaca pero guapa con una belleza aguileña poco corriente por aquí y vestida con hábito carmelita y sandalias. Se sentó frente a ellas. Le preguntó a Dinorah si no le daban frío sus piececitos en invierno sin calcetincitos ni nada, así. Ella se sonó la nariz y dijo que era una manda que sólo tenía chiste en la escarcha, no en el summer.

—¿Se conocen? —dijo Dinorah.

—De lejos —dijo Marina.

—Ésta es Rosa Lupe. No la reconoces cuando se le mete lo santo. Te juro que normalmente es muy diferente. ¿Por qué hiciste manda?

—Por mi famullo.

Les contó que ella llevaba cuatro años en la maquila y su marido —su famullo— seguía sin dar golpe.
El pretexto eran los niños, ¿quién los iba a cuidar? —Rosa Lupe miró sin mala intención a Dinorah—. El famullo se quedaba en casa cuidando a los niños pues por lo visto hasta que crecieran.

—¿Lo mantienes? —dijo Dinorah para vengarse de la alusión de Rosa Lupe.

—Pregunta en la fábrica. La mitad de las que chambeamos allí mantenemos el hogar. Somos lo que se llama jefecitas de familia. Pero yo tengo famullo. Por lo menos no soy madre soltera.
Para evitar el pleito de comadres Marina dijo que ya entraban a la parte bonita y las tres miraron los cipreses alineados a ambos lados de la carretera sin hablarse más; esperando nomás la aparición bellísima que no dejaba de asombrarlas todos los días a pesar de la costumbre, la fábrica montadora de televisores a color, un espejismo de vidrio y acero brillante, como una burbuja de aire cristalino, era como trabajar rodeadas de pureza, de brillo, casi de fantasía, tan limpia y moderna la fábrica, el parque industrial como decían los managers, las maquiladoras que le permitían a los gringos ensamblar textiles, juguetes, motores, muebles, computadoras y televisores con partes fabricadas en los EEUU, ensambladas en México con trabajo diez veces menos caro que allá, y devueltas al mercado norteamericano del otro lado de la frontera con el solo pago de un impuesto al valor añadido: de esas cosas ellas no sabían mucho, Ciudad Juárez era simplemente el lugar de donde llamaba el trabajo, el trabajo que no existía en las rancherías del desierto y la montaña, el que era imposible hallar en Oaxaca o Chiapas o en el mismísimo DF, aquí estaba a la mano, y aunque el salario era diez veces menos que en los EEUU, era diez veces más que nada en el resto de México: esto se cansaba de explicarles la Candelaria, una mujer de treinta años, más que gorda, cuadrada, con las mismas dimensiones por los cuatro costados, que no había renunciado a una vestimenta campesina tradicional, aunque era difícil saber de qué región, pues la convencida, seria, pero sonriente Candelaria, usaba un poquito de todo, trenzas de columpio con estambres huicholes, huipiles yucatecos, faldas tehuanas, cinturones tzotziles y unos huaraches con suela de llanta Goodrich que se encuentran en todos los mercados, y como era la amante del líder sindical antigobiernista, sabía de lo que hablaba y el milagro era que no la hubieran corrido de plano de todas las maquiladoras, pero la Candelaria les ganaba siempre la partida, era la amita de la rotación, cada seis meses cambiaba de plaza y cada vez que lo hacía su patrón suspiraba porque la agitadora se iba y porque la rotación ya era para los empresarios sinónimo de escasa o nula conciencia política, no alcanzaba el tiempo para alborotar a nadie y la Candelaria nomás meneaba las trenzas de la risa y seguía sembrando conciencia aquí y allá, cada seis meses: tenía treinta años, llevaba quince en las maquilas, no quería amolarse la salud, ya había trabajado en una fábrica de pinturas y los solventes la habían enfermado —mira que pasarse nueve meses enlatando pintura para acabar pintada por dentro, eso dijo entonces— y es cuando conoció a Bernal Herrera, un hombre maduro que por eso le gustó a la Candelaria, maduro pero con ojos tiernos y manos vigorosas, moreno, cano, con bigote y anteojos, y Bernal le dijo Candelaria aquí no le dan agua ni al gallo de la pasión, lo que uno necesita debe ganárselo a pulso, aquí declaran los costos y utilidades que se les antoja, aquí no hay seguros por riesgo de trabajo, ni medicaciones, ni pensión, ni compensaciones por dote, maternidad o muerte, nos están haciendo el gran favor, eso es todo, nos están dando trabajo, muchas gracias y a callarse la boca, pero tú de vez en cuando deja caer tres palabritas, Candelaria de mi vida, three little words como dice el fox, huelga de coalición, huelga de coalición, huelga de coalición, repítelo tres veces como en una letanía, mi dulce Cande, y vas a ver cómo se ponen pálidos, te prometen aumentos, te ofrecen igualas, te respetan tus opiniones, te animan a cambiar de fábrica: hazlo, mi amorcito, mira que prefiero verte rotada que no muerta...

—Es tan bonito este lugar —suspiró Marina, evitando pisar con sus zapatos de stileto los prados verdes con la advertencia doble: NO PISE EL PASO/KEEP OFF THE GRASS.

—Si hasta parece Disneylandia —Dijo Dinorah entre seria y risueña.

—Sí, pero llena de ogros que se comen a las princesitas inocentes como ustedes —les dijo con una sonrisa sarcástica la Candelaria, a sabiendas de que sus ironías no rifaban entre estas mensas. Pero las quería, de todos modos.

Se pusieron las batas azules reglamentarias y tomaron sus lugares frente a los esqueletos de las televisoras, dispuestas a hacer el trabajo en serie, la Candelaria el chasis, la Dinorah la soldadura, Marina estrenándose apenas para reparar soldaduras, y la Rosa Lupe fijándose en los defectos, los alambres sueltos, las coronas dañadas, mientras le decía a la Cande, oye, ya estuvo suave de tratarnos como pendejas, ¿no?, y no pongas esa cara de santa, siempre dándonos lecciones, siempre despreciándonos, ¿yo? peló tremendos ojos la Candelaria, oye Dinorah, dime si aquí hay alguna más taruga que yo, la Candelaria, cargada de obligaciones, me vine de la ranchería, me traje a los hijos, luego a los hermanos, luego a mi papacito, ¿eso es ser muy abusada?, ¿tú crees que me alcanza?

—¿Tu líder no te da para el gasto, Candelaria?

La cuadrada le mandó un toque eléctrico a Dinorah, era una treta que ella se sabía, Dinorah chilló y llamó cabrona a la gorda, ésta nada más se rió y dijo que cada una tenía su telenovela que contar, mejor se llevaban bien, ¿qué no? para pasar las horas juntas y no morirse de aburrición, ¿qué no?

—¿Para qué te trajiste a tu papacito?

—Por el recuerdo —dijo la Candelaria—.

—Los viejos sobran —dijo sordamente Dinorah
.
Todas venían de otro lado. Por eso se entretenían contándose historias sorprendentes sobre sus orígenes, sobre las combinaciones familiares, las cosas que las diferenciaban, y a veces, también, se admiraban de que coincidieran en tanto, familias, pueblos, parentescos. Pero todas estaban divididas por dentro: ¿era mejor dejar atrás todo eso, borrar la memoria, resolverse a empezar una nueva vida aquí en la frontera?, ¿o era necesario alimentar el alma con el recuerdo, canturrear a José Alfredo Jiménez, sentir la tristeza del pasado, convenir en que el desamor es la muerte del alma? A veces se miraban sin hablarse, todas las amigas, las camaradas, Candelaria que era quien más tiempo llevaba en la maquila, Rosa Lupe y Dinorah que llegaron al mismo tiempo, Marina que era la más verdecita, entendiendo que no era preciso decirse nada para decirse esto, que todas necesitaban amor pero no recuerdos, y que sin embargo era imposible separar el recuerdo y el cariño, estaba canija la cosa. La que mejor llevaba la cuenta de las historias era la Candelaria, y su conclusión era que todas venían de otra parte, ninguna de ellas era fronteriza, le gustaba preguntarles de dónde venían, a ellas les costaba hablar de eso, sólo con la Candelaria como que tenían confianza, se atrevían a enlazar amor y memoria y la Candelaria quería mantener viva esa pareja, sentía que era importante, no condenarse al olvido, ni al desamor que es muerte del alma, volvió a canturrear con el inolvidable José Alfredo, como decían los programas de radio.

—Del ejido "Venustiano Carranza".

—De aquí de Chihuahua, tierra adentro.

—No, del campo no, de una ciudad más chiquita que Juárez.

—Uy, desde Zacatecas.

—Uy, desde La Laguna.

—Mi papá se encargó de todo el movimiento —dijo Rosa Lupe la aguileña vestida de carmelita—. Dijo que el ejido ya no daba para más. La tierra se iba haciendo más chica y más seca cada vez que la dividíamos entre el montón de hermanos. Yo siempre fui activa, muy activa.
En el ejido me encargaba de que estuvieran limpias las calles y pintadas de blanco las paredes, me gustaba preparar el papel picado para las fiestas, traer a los músicos, organizar los coros de los niños. Mi papá dijo que era yo demasiado lista para quedarme en el campo. Él mismo me trajo a la frontera, cuando tenía quince años. Mi madre se quedó en el ejido con los hermanitos más chicos. No se anduvo por las ramas mi padre. Me dijo que aquí yo iba a ganar en un mes diez veces más que toda la familia en el ejido. Yo era muy activa. No me iba a pesar. Mientras él se quedó aquí, me resigné. Él era como la continuidad de mi vida en el pueblo. No le dije que extrañaba la tierra, mi mamá, mis hermanitos, las fiestas religiosas, la Candelaria cuando se viste al niño Dios, la Santa Cruz y su coheterío tan alegre pero tan miedoso, el Miércoles de Ceniza cuando todo el pueblo trae su cruz de carbón en la frente, la Semana Santa cuando salen los judíos con sus barbas blancas y sus narizotas y sus abrigos negros a hacer travesuras contra los cristianos, todo, las posadas, los reyes, lo echaba todo de menos. Aquí busco esas fechas en el calendario, tengo que recordarlas, allá no, allá las fiestas llegaban sin necesidad de recordarlas, ¿me entienden? Pero mi papá me instaló aquí en Juárez en una casita de una pieza en la colonia Bellavista y me dijo: "Trabaja mucho y encuéntrate un hombre. Eres la más lista de la familia." Y se fue.

—Yo no sé qué es mejor —Dijo enseguida la Candelaria—. Ya les dije, yo vivo cargada de obligaciones. Cuando me vine a la frontera, me traje a mis hijos. Luego llegaron mis hermanos. Finalmente mis padres se animaron. Es mucha carga para mi sueldo y cuidado con hacerme bromas, pinche Dinorah. Lo que nos dan nuestros hombres lo merecemos. Lo que me da mi padre es de pilón, es el recuerdo. Mientras mi padre esté en la casa, ya no olvidaré. Vieran qué bonito es tener cosas que recordar.

—No es cierto —dijo Dinorah—. Los recuerdos nomás duelen.

—Pero es dolor del bueno —contestó la Candelaria.

—Pues yo sólo conozco del malo —siguió Dinorah.

—Es que no tienes con qué compararlo, no te das a ti misma el chance de almacenar tus
buenos recuerdos del pasado.

—Las alcancías son para los puerquitos ——dijo irritada Dinorah.

Rosa Lupe iba a decir algo cuando se acercó la supervisora, una cuarentona muy alta con ojos de canica y labios como ejote, y se puso a regañar a la guapa y aguileña carmelita, estaba violando los reglamentos, qué se creía viniendo al trabajo vestida de milagrosa, ¿no sabía que había que usar la bata azul por reglamento, por seguridad, por higiene?

—Tengo hecha una manda, super —dijo muy digna Rosa Lupe.

—Aquí no hay más manda que mis ovarios —dijo la supervisora—. Anda, quítate ese ropón y ponte la bata azul.

—Está bien. Voy al baño.

—No señora, usted no va a interrumpir el trabajo con sus santurronerías. Usted se me cambia aquí mismito.

—Es que no traigo nada debajo.

—A ver —dijo la supervisora y agarró a Rosa Lupe de los hombros, le arrancó el hábito, se lo bajó violentamente hasta la cintura, dejó que brotaran los espléndidos senos de Rosa Lupe, y sin contenerse la mujer de ojos de canica los cerró y se fue con los labios de ejote sobre los levantados pezones color de rosa de la guapa carmelita, que no pudo reaccionar de la sorpresa, hasta que la Candelaria agarró de la permanente a la super, la insultó, la separó y Dinorah le dio una patada en el culo a la puerca y—Marina se acercó rápidamente a Rosa Lupe y la cubrió con las manos, sintiendo con emoción cómo le palpitaba el corazón a su amiga, cómo se le excitaban sin querer los pezones.
Llegó otro supervisor hombre a separarlas, poner el orden, reírse de su colega, no me andes quitando a mis novias, Esmeralda, le dijo a la supervisora despeinada y enardecida como un jitomate frito, déjame a mí estas chuladas, tú búscate un macho.

—No te burles de mí, Herminio, me las vas a pagar —dijo la aporreada Esmeralda retirándose con una mano en la frente y la otra en la barriga—. No te metas en mis terrenos.

—¿Me vas a reportear?

—No, nomás te voy a chingar.

—Ándenle muchachas —sonrió el supervisor Herminio, lampiño como un piloncillo y del mismo color—. Voy a adelantar la hora del recreo, vayan y tómense un refresco, y piensen bien de mí.

—¿Vas a cobrarte el favor? —dijo Dinorah.

—Ustedes caen solitas —sonrió libidinosamente Herminio.

Compraron sus pepsis y se sentaron un rato frente al césped tan bonito de la fábrica —KEEP
OFF THE GRASS— esperando a Rosa Lupe que reapareció acompañada por Herminio, muy satisfecho el supervisor. La obrera venía con la bata azul.

—Parece el gato que se comió al ratón ——dijo la Candelaria cuando Herminio se retiró.

—Le permití que me viera cambiarme de ropa. Prefiero que lo sepan. Lo hice por agradecimiento. Prefiero ser yo la que decide. Me prometió no molestarnos a ninguna y protegernos de la cabrona de Esmeralda.

—Uy, con qué poquito se... —empezó a decir Dinorah pero Candelaria la calló con la mirada, y las demás bajaron la suya sin imaginarse que desde el alto mirador de la gerencia, cuyos vidrios opacos permitían mirar hacia afuera sin ser vistos hacia adentro, el dueño mexicano de la empresa, don Leonardo Barroso, observaba al grupo de trabajadoras y le repetía al grupo de inversionistas norteamericanos aquello de benditos entre las mujeres, pues las maquiladoras empleaban ocho mujeres por cada hombre, las liberaban del rancho, de la prostitución, incluso del machismo —sonrió ampliamente don Leonardo— pues la trabajadora se convertía rápidamente en la ganapán de la casa, la jefa de familia adquiría una dignidad y una fuerza que pues liberaban a la mujer, la independizaban, la modernizaban y eso también era democracia, ¿no le parecía a los socios texanos? Además —don Leonardo acostumbraba estos pep—talks periódicos para calmar los ánimos de los yanquis y darles buena conciencia—, estas trabajadoras, como esas que allí ven sentadas junto al pasto bebiendo refrescos, se integraban a un crecimiento económico dinámico, en vez de vivir deprimidas en el estancamiento agrario de México. Había cero, exactamente cero maquilas en la frontera en 1965 con Díaz Ordaz, diez mil en el 72 con Echeverría, treinta y cinco mil en el 82 con López Portillo, ciento veinte mil en el 88 con De la Madrid, ciento treinta y cinco mil ahora en el 94 con Salinas, y generando doscientos mil empleos conexos.

—Se puede medir el progreso del país por el progreso de las maquiladoras —exclamó satisfecho el señor Barroso.

—Debe haber problemas —dijo un yanqui más seco que una pipa de mazorca amarilla—. Siempre hay problemas, señor Barroso.

—Llámeme Len, señor Murchinson. —Y yo Ted.

—¿Problemas de trabajo? Los sindicatos no están autorizados.

—Problemas de falta de lealtad, Len. Yo siempre he trabajado con la lealtad de mis trabajadores. Aquí sé que las trabajadoras duran seis, siete meses, y se mudan a otra empresa.

—Claro, todas quieren irse con los europeos porque las tratan mejor, corren o castigan a los supervisores abusivos, les dan lonches de lujo, qué sé yo, puede que hasta las manden de vacaciones a ver tulipanes a Holanda... Trate de hacer eso y las ganancias van a reducirse, Ted.

—Así no trabajamos en Michigan. Los obreros se desarraigan, aumentan los gastos de agua, vivienda, servicios. Puede que los holandeses tengan razón.

—Todos rotamos —dijo alegremente Barroso—. Ustedes mismos, si en México les ponemos normas de medio ambiente, se van. Si aplicamos estrictamente la Ley Federal del Trabajo, se van. Si hay un boom de las industrias de guerra, se van. ¿Usted me habla de rotación? Es la ley del trabajo. Si los europeos prefieren la calidad de la vida a los beneficios, allá ellos. Que los subsidie la CEE.

—No me has contestado, Len. ¿Qué pasa con el factor lealtad?

—Los que quieran mantener un cuerpo leal de trabajadores, que hagan como yo. Les ofrecemos bonos para que se queden. Pero la demanda es grande, las muchachas se aburren, no ascienden para arriba, de manera que cambian horizontalmente, se hacen la ilusión de que al cambiar mejoran. Eso genera algunos gastos, Ted, tienes razón, pero nos evita otros. Nada es perfecto. Pero la maquila no es una suma—cero, sino una suma—suma. Todos salimos ganando.

Rieron un poco y un hombre de cabeza entrecana y pelo largo restirado en cola de caballo, entró a servirles sus cafecitos.

—Para mí sin azúcar, Villarreal —le dijo don Leonardo al servidor.

—Ahora bien, Ted —continuó Barroso—. Tú eres nuevo en este asunto pero seguramente tus socios norteamericanos te han dicho cuál es el verdadero negocio.

—No me parece mal tener una empresa nacional que le vende a un solo comprador asegurado. Eso no lo tenemos en los Estados Unidos.

Barroso le pidió a Murchinson que mirara para afuera, más allá del grupito de trabajadoras bebiéndose sus pepsis, que mirara al horizonte, le dijo, los empresarios yanquis siempre han sido hombres de visión, no cuentachiles provincianos como en México, ¡qué horizonte más grande veían desde aquí!, ¿verdad?, Texas era del tamaño de Francia, México, que parecía tan chiquito junto a los US of A, era seis veces más grande que España, cuánto espacio, cuánto horizonte, qué inspiración —casi suspiró Barroso—.

—Ted: el verdadero negocio no son las maquilas. Es la especulación urbana. El sitio de las fábricas. Los fraccionamientos. Los parques industriales. ¿Viste mi casa en Campazas? Se ríen de ella. La llaman Disneylandia. El que se ríe soy yo. Estos terrenos los compré a cinco centavos metro cuadrado. Ahora valen mil dólares metro cuadrado. Allí está el negocio. Te lo advierto. Éntrale.

—Soy todo oídos, Len.

—Las muchachas tienen que viajar más de una hora en dos camiones para llegar hasta aquí. Lo que nos conviene es crear otro polo al mero oeste de esta fábrica. Lo que nos conviene es comprar los terrenos de la colonia Bellavista. Son un andurrial, puras chozas de mierda. En cinco años, valdrán mil veces más.

Ted Murchinson estuvo de acuerdo en poner el dinero con Leonardo Barroso al frente, porque la constitución mexicana prohíbe a los gringos tener propiedades en las fronteras. Se habló de fideicomisos, de acciones, de porcentajes mientras Villarreal servía los cafés bien aguados, como les gustaban a los gringos.

—Mi famullo lo que quiere es que deje la maquila y me junte con él para el comercio, así nos vemos más y nos alternamos en el cuidado del niño. Es la única cosa valiente que me ha propuesto, pero yo sé que en el fondo es tan cobarde como yo. La maquila es lo seguro, pero mientras yo trabajo aquí, él está atado a la casa.

Esto lo dijo Rosa Lupe pero algo en sus palabras agitó terriblemente a Dinorah, se descompuso toditita y pidió permiso para ir al baño. La supervisora Esmeralda, para evitar nuevos conflictos, no se opuso. A veces decía vulgaridades espantosas cuando las muchachas pedían ir al baño.

—¿Y ora esa? —dijo la Candelaria y se arrepintió. Era una ley no escrita que ellas no andaban averiguando qué les pasaba, por dentro, a las demás. Lo que les pasaba afuera, pues se notaba y podía comentarse, sobre todo con ánimo guasón. Pero el alma, eso que las canciones llaman el alma...

Canturreó Candelaria y se le unieron Marina y Rosa Lupe.

"Me volvió loca tu manera de ser/ Tu egoísmo y tu soledad/ Son joyas en la noche/ De mi
mediocridad...”

Entre que se rieron y se pusieron tristes, pero Marina pensó en Rolando, en qué andaríahaciendo en las calles de Juárez y El Paso, era un hombre con un pie allá y otro acá de este lado, unido a Juárez y El Paso por su celular.

—No me llames a casa de noche, mejor llámame al coche, llámame a mi celular —le había dicho a Marina al principio, pero cuando ella le pidió el número, Rolando se excusó.

—Me tienen fichado con mi celular —le explicó—. Si entra una llamada tuya, puedo comprometerte.

—¿Entonces cómo nos vamos a ver?

—Tú ya sabes, todos los jueves en la noche en los courts del otro lado...

¿Y los lunes, los martes, los miércoles, qué? Todos trabajamos, le decía Rolando, la vida es dura, hay que ganarse los frijoles, una noche de amor, ¿te das cuenta?, hay gente que ni eso tiene... ¿Y los sábados, y los domingos? La familia, decía Rolando, los fines de semana son para la familia.

—Yo no tengo, Rolando. Estoy solita.

—¿Y los viernes? —replicaba como de rayo Rolando, era rápido, eso ni quién se lo quitara, sabía que Marina se confundía apenas se mencionaba el viernes.

—No. Los viernes salgo con las muchachas. Es nuestro día de amigas.

Rolando no tenía que añadir nada y Marina esperaba ansiosa el jueves para cruzar por el puente internacional, mostrar su tarjeta, tomar un bus que la dejaba a tres cuadras del motel, detenerse en la fuente de sodas a tomarse una malteada de chocolate con su cerecita de copete que sólo del lado gringo las sabían preparar y llegar así, fortalecida de cuerpo, adormecida de alma, a brazos de Rolando, su Rolando...

—¿Tu Rolando? ¿Tuyo? ¿De todas?

Las burlas de las muchachas sonaban en sus oídos mientras trenzaba los alambres negros, azules, amarillos, rojos, toda una bandera interior que proclamaba la nacionalidad de cada televisor, assembled in Mexico, qué orgullo, ¿cuándo le pondrían fabricado por Marina, Marina Álva Martínez, Marina de las Maquilas? Pero ni ese orgullo de su trabajo, ese sentimiento huidizo de que hacía algo que valía la pena, no un trabajo inútil, borraba el sentimiento de celos que le daba Rolando, Rolando y sus conquistas, todas lo insinuaban, a veces lo decían, Rolando el hombre de todas y si era así, pues qué bueno que a ella le tocaba un cachito del amor que ese galán a todo dar, bien vestido, con trajes color avión, que relucían hasta de noche, su pelo tan
bien cortado, no de jipi, sin patillas, negro como su bigotillo tan fino y bien peinado, su tez parejamente oliva, sus ojos soñadores y su celular pegado a la oreja, todos lo habían visto, en restoranes de lujo, enfrente de almacenes famosos, en el mero puente, siempre con su celular pegado a la oreja, arreglando biznez, conectando, negociando, conquistando al mundo, Rolando, con su corbata marca Hermés y su traje de color jet, arreglando al mundo, ¿cómo iba a darle más de una noche a la semana a Marina, la recién llegada, la más simple, la más humilde?, él, un hombre tan solicitado, ¿el bato más chingón?

—Ven —le dijo cuando, la tercera vez que se vieron en el motel, ella lloró y le hizo una escenade celos—. Ven y siéntate frente a este espejo.

Ella sólo vio que las lágrimas se le juntaban en las pestañas gruesas, de niña aún.

—¿Qué ves en el espejo? —le dijo Rolando, de pie detrás de ella, inclinado hacia el rostro de ella, acariciándole los hombros desnudos con esas manos suaves, cafecitas, llenas de anillos.

—Yo. Me miro yo, Rolando. ¿Qué te pasa?

—Sí. Mírate, Marina. Mira a esa muchacha bellísima, con pestañas tupidas y ojitos de capulín, mira la belleza de esos labios, la naricita perfecta, los hoyuelos divinos, mira todo eso, Marina, mira a esa muchacha preciosa y luego mírame a mí cuando me pregunto, ¿cómo puede sentir celos esta muchacha tan linda, cómo puede creer que a Rolando le guste otra, acaso no se ve en el espejo, acaso no se da cuenta de lo linda que es? ¿Cómo voy a traicionarla yo? ¡Qué poca confianza en sí misma tiene Marina! Rolando Rozas debe educarla.
Entonces las lágrimas le rodaban, pero de pena y felicidad y se abrazaba al cuello de Rolando, pidiéndole perdón.
Hoy era viernes, pero un viernes diferente. Algo le dijo Villarreal, el mozo de la gerencia, a la Candelaria cuando iban saliendo de la armadora que la excitó y la descompuso, ella por lo común tan tranquila. Rosa Lupe, por más que fingiera compostura, estaba alterada por dentro, mancillada por Esmeralda que la humilló y Herminio que la protegió y salió tratando de entender cuál de los dos era peor, si la vieja bestial o el joven libidinoso y Dinorah traían algo adentro, Marina trataba de repasar todas las conversaciones del día para ver qué cosa había inquietado tanto a la Dinorah, era una mujer buena, su cinismo era pura pose, se defendía de una vida que le parecía injusta, sin sentido, lo decía y ahora lo daba a entender... Marina las vio tan tristes, tan
ensimismadas, que decidió hacer algo insólito, algo prohibido, algo que las hiciera a todas sentirse contentas, distintas, libres, quién sabe...
Se quitó los zapatos de charol, hebilla y tacones de puñal, los tiró lejos y descalza corrió por el pasto, bailó por el césped riendo, burlándose de la advertencia NO PISE EL PASTO—KEEP OFF THE GRASS, sintiendo una emoción física maravillosa, era tan fresca la pelusa, tan mojada y bien cortada, le hacía cosquillas en las plantas, que correr sobre ella con los pies desnudos era como darse un baño en uno de esos bosques encantados que salían en las películas, donde la doncella pura es sorprendida por el príncipe armado, brillante todo, brillante el agua, el bosque, la espada: los pies desnudos, la libertad del cuerpo, la libertad de lo otro, como se llamara, el alma, lo que decían las canciones, el cuerpo libre, el alma libre...

KEEP OFF THE GRASS

Todas rieron, chancearon, celebraron, advirtieron, no seas loca, Marina, quítate, te van a multar, te van a correr...

No, se rió don Leonardo Barroso detrás de sus ventanales opacos, mira nomás Ted, le dijo al gringo seco como una pipa de maíz, mira qué alegría, qué libertad de esas muchachas, qué satisfacción del deber cumplido, ¿qué te parece? Pero Muchinson lo miró con una chispa escéptica en la mirada, como diciéndole:

—How many times have you staged this little act?

Las cuatro, Dinorah y Rosa Lupe, Marina y Candelaria, se sentaron en su mesa de costumbre, juntito a la pista de la discoteca. Ya las conocían y se las reservaban cada viernes. Era la influencia de la Candelaria. Las demás lo sabían. Los viernes era dificilísimo encontrar mesa en el Malibú, era el gran día libre, la muerte de la semana de trabajo, la resurrección de la esperanza, y de su compañera, la alegría.

—¿Malibú? ¡Maquilú! —decía el anunciador vestido de smoking azul con camisa de olanes y corbata fosforescente, ante la ola de muchachas que llenaban el galerón alrededor de la pista, más de mil trabajadoras apretujadas aquí y la aguafiestas de la Dinorah diciendo son las luces, las puras luces, sin las luces esto es un pinche corral para vacas, pero las luces lo hacen todo bonito y Marina se sintió como en la playa, nomás que una playa de noche, maravillosa, en la que las luces azules, naranja, color de rosa, la acariciaban como los rayos del sol, sobre todo la luz blanca, plateada, que era como si la luna la tocara y también la bronceaba, la volvía toditita de plata, no un envidiado sun—tan (¿cuándo iría a una playa?) sino un moon—tan.
Nadie le hizo caso a la amargada de la Dinorah y todas salieron a bailar, sin hombres, entre sí, el rock se prestaba, nadie tenía que abrazarse la cintura o bailar de cachetito, cada changa a su mecate, el rock era algo tan puro como ir a la iglesia, los domingos a misa, los viernes a la disco, el alma y el cuerpo se purificaban en los dos templos, qué bien se caían todas entre sí, qué fantasías se les ocurrían, los bracitos para acá, las patitas para allá, las rodillas en ángulo, las melenas y las tetas rebotando, las nalgas agitadas libremente, las caras sobre todo, los gestos, éxtasis, burla, seducción, pasmo, amenaza, celo, ternura, pasión, abandono, alarde, payasadas, imitaciones de estrellas famosas, todo era permitido en la pista del Malibú, todas las emociones perdidas, los desplantes prohibidos, las sensaciones olvidadas, todo tenía aquí sitio, justificación,
goce, sobre todo, goce, y faltaba lo mejor. Regresaron sudorosas a sus asientos —Candelaria y su atuendo multiétnico, Marina preparada con sumini y su blusa de lentejuelas y sus zapatos de tacón de daga, Dinorah revelada con un lindo vestido descotado de satín colorado, la Rosa Lupe siempre de carmelita, cumpliendo su manda, pero aquí la fantasía estaba permitida y hasta consolaba ver a alguien así, toda de café y con sus escapularios—, cuando salieron a la pasarela los Chippendale Boys, los muchachos gringos traídos de Texas, con las corbatitas de paloma pero los torsos desnudos, las botas acharoladas hasta el tobillo y las tangas que se les encajaban entre las nalgas y apenas sostenían el peso del sexo, revelando las formas, desafiando a las
muchachas, excítame con tu mirada; idénticos pero variados, cada uno cargando su bolsa de oro, como dijo riéndose la Candelaria, pero aquí un detalle —el pubis rasurado—, allá otro —un brillante en el ombligo—, más arriba un tatuaje de las dos banderas cruzadas, las barras y las estrellas, el águila y la serpiente, sobre el hombro, más abajo un solo muchacho con espuelas en los botines, llevando un compás precioso, viril, excitante, mientras las muchachas les iban metiendo billetes en las tangas, Rosa Lupe, todos ellos rubios pero bronceados, untados de aceite para lucir más, maquillados los rostros, gringos todos, deseables gringuitos, adorables, para mí, para ti, se codeaban las muchachas, en mi cama, imagínalo, en la tuya, que me lleve, estoy lista, que me robe, yo soy kidnapeable. Un Chico Chippendale se agachó y le arrancó a Rosa Lupe el
cordel de su túnica de penitente, todas rieron, el muchacho empezó a jugar con el cordel mientras Rosa Lupe decía éste es mi día, tres veces han tratado de encuerarme, me lleva, se rió, pero el Chico Chippendale, bronceado, aceitado, maquillado, sin vello en las axilas, jugó con el cordón como si fuera una serpiente y él un encantador, levantaba el cordón, le daba erección, las demás muchachas codeaban a Rosa Lupe, diciéndole que si tenía preparado el show con este galán y ella juraba llorando de risa que no, era lo bonito, todo de sorpresa, pero las muchachas aullaban pidiéndole al Boy que les tirara el cordón, el cordón, el cordón, y él se lo pasaba entre las piernas, se lo clavaba debajo del brillante de su ombligo, como un cordón umbilical, volviendo locas a las muchachas, gritando todas ellas que les diera el cordón, que así se ligara a ellas, su hijo de unas por el cordón, su amante de otras por el cordón, esclavo de éstas, amo de las otras, atadas a él, él atado a ellas, hasta que el Chippendale dejó caer la punta del cordón entre el regazo de Dinorah sentada junto a la pasarela, y Dinorah primero lo tomó con fuerza, tanta que casi tira de bruces al muchacho que gritó hey! y ella fue la que gritó sin palabras, un aullido, arrojando el cordón, saliendo a codazos entre el gentío, el asombro, el comentario... Las amigas se miraron entre sí, asombradas pero sin ganas de demostrarlo, por un sentimiento de solidaridad con Dinorah. Los Chippendale Boys se retiraron entre aplausos, con las tangas repletas de billetes, perdiendo uno tras otro su sonrisa fabricada en serie, volviendo cada uno, al bajar de la pasarela, al semblante de la vida diaria, al desfile de la diferencia, aburrido uno, displicente otro, éste satisfecho como si todo lo que hiciera fuese admirable y le valiese el Oscar, el otro matando con la mirada al corral de vacas mexicanas y añorando quizás otro corral, de toros mexicanos: ambición frustrada, despojo, fatiga, indiferencia, crueldad: rostros malos, se dijo sin desearlo Marina, esos
muchachos no me sabrían querer, no son como mi Rolando, con todo y sus fallas...

Pero venía la parte más bonita...

Se escuchó la Marcha Nupcial de Mendelssohn y la primera modelo apareció por la pasarela, con la cara velada por el tul, las manos unidas en el buqué de nomeolvides, la corona de azahares, la falda ampona, como de reina, como de nube. Todas las muchachas lanzaron una exclamación colectiva que era más bien un suspiro y ninguna tuvo que dudar sobre el rostro escondido por los velos, era una de ellas, era morenita, era mexicana, las hubiera ofendido que una gringa saliera vestida de novia, los muchachos tenían que ser gringos, pero las novias tenían que ser mexicanas...
Una vez que sacaron de novia a una güerita de ojo azul, la que se armó, casi incendian el local. Ahora ya sabían. El desfile de trajes de novia era de mexicanas, para mexicanas, cinco novias seguidas, muy modosas y vírgenes, luego una de guasa con minifalda de tafeta y al final una desnuda, sólo el velo, las flores en las manos y el tacón alto, a punto de acostarse, entregarse, todas rieron y gritaron y al final apareció un hombrecito vestido de sacerdote que las bendijo a todas y las llenó de emoción, de gratitud, de ganas de regresar el viernes entrante y ver cuántas promesas se habían cumplido.
Pero a la salida de la discoteca estaban Villarreal el mozo del patrón Don Leonardo Barroso y Beltrán Herrera el líder y amante de Candelaria, el hombre sereno, moreno, cano, con ojos tiernos, ahora más tiernos que nunca detrás de los espejuelos. Tenía los bigotes mojados y tomó del brazo a Candelaria, le dijo algo al oído, Candelaria se tapó la mano con la boca para sofocar el grito, o quizás el llanto, pero era una vieja muy entera, muy a toda madre, inteligente, fuerte y discreta, y sólo les dijo a Marina y Rosa Lupe, —Algo espantoso ha sucedido.

—¿A quién, dónde?

—A la Dinorah. Vamos que vuela de regreso al cantón.

Se subieron de prisa al auto del líder Herrera, y Villarreal repitió la historia que había oído en la oficina de don Leonardo Barroso, iban a arrasar la colonia Bellavista para hacer fábricas, iban a comprar los terrenos por dos tlacos y a venderlos en millones, ¿qué iban a hacer ellos, tenían armas para impedir el despojo, para sacarle raja al asunto, para demandar que ellos también salieran beneficiados?

—Pero si las casas no son nuestras —dijo la Candelaria.

—Podemos organizarnos como inquilinos y dificultar la venta —argumentó Beltrán Herrera.

—Ni siquiera los terrenos son nuestros, Beltrán.

—Tenemos derechos. Podemos negarnos a desalojar hasta que nos compensen en la medida de lo que ellos van a ganar.

—Lo que van a hacer es corrernos de las maquilas a todas...

—Ya estuvo suave de dejarnos —dijo Rosa Lupe sin entender muy bien de qué se trataba, hablando sólo para no dar su brazo a torcer y pedir que le aclararan la pregunta ansiosa en los ojos de Marina: ¿Qué hubo con la Dinorah?

—Se te agradece la lealtad —Herrera apretó el hombro de Villarreal, que iba conduciendo, su
cola de caballo al aire—. A ver si no te cuesta caro.

—No es la primera vez que te informo, Beltrán —dijo el camarero.

—Pero éstas son palabras mayores. Vamos a organizarnos de una vez por todas, pasa la palabra.

—Las muchachas pocas veces jalan —meneó la cabeza Villarreal—. En cambio si fueran
hombres...

—¿Y yo? —Dijo fuerte Candelaria—. No seas tan macho Villarreal.

Herrera suspiró y abrazó a Candelaria, mirando el paisaje nocturno, las luces brillantes del lado americano, la ausencia de alumbrado público del lado mexicano: bosques, textiles, minería, dijo, frutas, todo se acabó a favor de la maquila, todas las riquezas de Chihuahua, olvidadas.

Que no nos daban para comer ni la quinta parte del trabajo de hoy —le alegó su Candelaria—.
¡Iguanas ranas!

—¿Tú sí crees que las muchachas van a jalar? Herrera juntó su cabeza cana a la muy negra y restirada de la Candelaria.

—Sí —colgó la cabeza la Candelaria—. Esta vez sí van a jalar, apenas se enteren.

—La casa nunca está limpia —iba diciendo Dinorah sentada en una banca dura de su choza de terregal—. No tengo tiempo. Son pocas horas de sueño.

Los vecinos se habían juntado afuera de la casucha, algunos entraron a consolar a Dinorah, las mujeres más viejas hablaban de un velorio muy bonito para el niño, sus flores, su cajita blanca, como en los viejos tiempos, como en las rancherías: Candelaria trajo unas velas pero no encontró más que dos botellas de Coca Cola para ensartarlas.
Los viejos llegaron también, se juntó todo el barrio y el padre de la Candelaria, detenido en el quicio de la puerta, se preguntó en voz alta si habían hecho bien en venirse a trabajar a Juárez, donde una mujer tenía que dejar solo a un niñito, amarrado como un animal a la pata de una mesa, el inocente, cómo no se iba a perjudicar, cómo no. Todos los rucos comentaron que eso en el campo no pasaría, las familias allí siempre tenían quién cuidara a los niños, no era necesario amarrarlos, las cuerdas eran para los perros y los marranos.

—Mi padre me decía —repitió el abuelo de Candelaria— que nos quedáramos sosegados en nuestra casa, en un solo lugar. Se paraba como yo estoy parado, mitá juera mitá dentro, y decía:

"Fuera de esta puerta el mundo se acaba.”

Dijo que él estaba muy viejo y ya no quería ver nada más.

Marina, llorando, sin saber cómo consolar a Dinorah, oyó al abuelo de Candelaria y dio gracias de que en su casa no había recuerdos, ella era sola y más valía seguir sola en esta vida que pasar las penas de los que tenían hijos y sufrían como la pobrecita de Dinorah, toda despeinada y escurrida y con el vestido rojo trepado hasta los muslos, arrugado, y con las rodillas juntas, y las piernas chuecas, ella tan cuidada y coqueta de por sí.
Entonces Marina, viendo la terrible escena de muerte y llanto y memorias, pensó que no era cierto, ella no estaba sola, tenía a Rolando, aunque lo compartiera con otras, Rolando le haría el favor de llevarla al mar, a algún lado, a San Diego en California o a Corpus Christi en Texas, o de perdida a Guaymas en Sonora, se lo debía, ella no pedía otra cosa más que ir por primera vez a ver el mar con Rolando, después de eso que la dejara, que la tratara de abusiva, pero que le hiciera ese solo favorcito...

Salió de la casucha de la Dinorah oyendo al abuelo hablar de una fiesta para el niño ahorcado, y como para levantarle el ánimo a todos mandó traer de beber y dijo:

—Lo bueno de las damajuanas es que parecen llenas hasta cuando están vacías.

Marina hurgó en su bolsita de mano y encontró el número del celular de Rolando. Qué le importaba comprometerse. Éste era asunto de vida o muerte. Él tenía que saber que ella dependía de él para una sola cosa, para llevarla a ver el mar, para no decir como el abuelo de la Candelaria que ya no quería ver nada más. Marcó el número pero le dio un tono ocupado seguido de un tono muerto y éste le hizo creer que él la escuchaba pero no le contestaba para no comprometerla, ¿qué tal si la escuchaba cuando ella le decía llévame al mar, mi amor, no quiero morirme como el hijito de la Dinorah sin ver el mar, hazme ese favorcito aunque después ya no me veas y nos separemos? pero el silencio del teléfono la iba decepcionando y enardeciendo al mismo tiempo, Rolando no debía jugar con ella, ella se estaba comprometiendo, ¿por qué no se comprometía él un poquito también?, ella le estaba dando la salida, juntar todo el amor que pudieran sentir cada uno por el otro en un solo fin de semana en la playa, y ya no verse más, si él no quería, pero lo que no aguanto más, dijo Marina dando voz a algo que desconocía, algo que ella misma no sabía que estaba allí dentro de ella, algo que se había ido formando en silencio, como el sedimento de una botella que al agitarse sube hasta el corcho, lo que no aguanto más es que ningún hombre me tome como algo que encontró tirado en la calle y que recoge sólo porque siente pena, eso nunca más voy a consentirlo, Rolando, tú me enseñaste la vida, yo no sabía todo lo que me has enseñado hasta este momento en que se murió el hijito de la Dinorah y el abuelo de la Candelaria sigue allí seco y viejo y con la raíz de fuera, como si nunca se fuera a morir, y yo
sólo quiero vivir mucho este momento en que me salvé de morir niña y no quiero llegar a vieja, ahora te pido que me levantes hasta tu altura, Rolando, vamos subiendo los dos juntos, yo te doy ese chance, mi amor, yo sé muy adentro que conmigo vas a subir y me vas a llevar a lo alto y lo bonito, si quieres, Rolando, y si no lo haces los dos nos vamos a dar en toda la madre, nos vas a rebajar hasta no saber ya ni quiénes somos, nos vamos a rebajar hasta no importamos más a nosotros mismos...

Pero el celular de Rolando nunca contestó. Eran las once de la noche y Marina tomó su decisión.
Esta vez no se detuvo a tomarse una malteada en la fuente de sodas, cruzó el puente, cogió el bus y caminó las cuatro cuadras al motel. La conocían pero les extrañó que viniera en viernes, no en jueves.

—¿No somos libres de cambiar, oiga?

—Supongo que sí —dijo el recepcionista con resignación e ironía mezcladas, y le entregó una
llave a Marina.

Olía a desinfectante, los pasillos, las escaleras, hasta las dispensadoras de hielo y refrescos olían a algo que mata bichos, limpia excusados, fumiga colchones. Se detuvo ante la puerta de la recámara que compartía los jueves con Rolando y dudó entre tocar con los nudillos o meter la llave y entrar. Iba bien acelerada. Metió la llave, abrió, entró y escuchó la voz agónica de Rolando, la voz tipluda de la gringa, Marina encendió la luz y se quedó allí mirándolos desnudos en la cama.

—Ya viste. Ya lárgate —le dijo el galán.

—Perdóname. Es que te estuve llamando por el celular. Pasó algo que...

Miró el aparato sobre el buró y lo señaló con el dedo. La gringa los miró a los dos y se soltó
riendo.

—Rolando, ¿has engañado a esta pobre muchacha? —dijo a carcajadas recogiendo el celular—. Por lo menos a tus queridas les puedes decir la verdad. Está bien que entres a bancos y oficinas públicas con tu celular en el oído, o que hables en él en un restorán y apantalles a medio mundo, ¿pero para qué engañar a tus novias?, mira nomás las confusiones que creas, cariño elijo la gringa poniéndose de pie y empezando a vestirse.

—Baby, no interrumpas... Tan bien que íbamos... Esta niña no es nadie...

—¿No soportas perder una sola oportunidad, no es cierto? —la gringa se acomodó el pantymedias—. No te preocupes. Volveré. No era tan importante como para que rompa contigo.

Baby recogió el celular, lo abrió por detrás y se lo enseñó a Marina.

—Mira. No tiene pilas. No las ha tenido nunca. Es nomás para apantallar, o como dice una canción, "llámame a mi celular, parezco influyente, me da personalidad, aunque no tiene baterías, para apantallar...”

Tiró el aparato sobre la cama y salió riendo fuerte.

Marina cruzó el puente internacional de regreso a Ciudad Juárez. Tenía cansados los pies y se quitó los zapatos de tacones altos y picudos. El pavimento aún guardaba el temblor frío del día.
Pero la sensación de los pies no era la misma que cuando bailó libremente sobre el césped prohibido de la fábrica maquiladora de don Leonardo Barroso.

—Esta ciudad es el desmadre montado sobre el caos —le dijo Barroso a su nuera Michelina cuando se cruzaron con Marina, ella de regreso a Juárez, ellos a su hotel en El Paso. Michelina rió y le besó la oreja al empresario.